Excelsior
CIUDAD DE MÉXICO.- Samuel corre despavorido. Un sicario apunta a su nuca.
Los gritos del veinteañero resuenan por un callejón de terracería que se ha vuelto su única ruta de escape. Con alaridos, suplica que alguien abra la puerta de una casa para esconderse, pero es como si nadie estuviera en la colonia aunque son las 10 de la mañana. Se sabe abandonado a su suerte, así que su última esperanza está en dar grandes zancadas y desbocarse en zigzag hasta salir de la mira de una escuadra 9 milímetros que empuña un matón de su misma edad.
Las posibilidades de que sobreviva son pocas: él desciende por una estrecho camino de muros rosas y azules de casas precarias y el sicario está en lo alto de la pendiente acompañado por dos cómplices más, viéndole la espalda. Unos minutos antes, esos tres pistoleros entraron a la tortillería Los Mangos en la zona alta de la colonia La Laja, una de las franjas más pobres y peligrosas de Acapulco, y rafaguearon por dentro. Rodolfo, el único compañero de trabajo de Samuel, también pudo salir del local, pero cuando huyó hacia la azotea un disparo le atravesó la espalda y lo hizo caer muerto desde el primer piso hasta la entrada del negocio.
Por este camino, Samuel emprendió la huida. Sus vecinos y clientes lo abandonaron a su suerte. (Imagen por Daniel Ojeda/VICE News)
Y ahora Samuel es el siguiente blanco. El sicario dispara contra su víctima pero las balas no alcanzan su cuerpo. Si el vendedor de tortillas quiere aumentar sus posibilidades de vivir, necesita jadear 150 metros más hasta la calle Sección Regional, la pavimentada, y girar a la izquierda para perderse en algún callejón. Chilla. Serpentea. Resopla los 23 grados centígrados que pesan en el aire. Sólo él sabe cuánto le amartilla el corazón o si su estómago se ha convertido en un hueco que le debilita las piernas. Pero sigue hasta poner ambos pies en el asfalto y a 10 metros de que alcance la curva que le salvaría la vida… se desploma.
Una bala entra en su cráneo. Desde lo alto, a lo lejos, los sicarios miran como el chico de playera azul cielo y shorts verdes con blanco cae. No se levanta. Ni siquiera mueve las piernas. El comando huye con la seguridad de que se ha cumplido la encomienda de matar a todos los trabajadores de esa tortillería.
Pero Samuel está vivo. Apenas.
Media hora después del balazo, la policía municipal de Acapulco llega por fin a su auxilio. El agente Octavio N. recuerda al tortillero tendido boca arriba, exhalando aire caliente y sangre de la boca, balbuceando que no lo dejen morir ahí. “¡Aguanta, chavo!”, “¡Ya viene la Cruz Roja!”, “¡No te duermas!”, le piden policías municipales, estatales y federales, quienes ya han llegado para protegerlo en caso de que los sicarios se enteren que no está muerto y quieran volver. Él aguanta con dificultad la llegada de la ambulancia, pero será en vano. Horas después en un hospital público, Samuel Sotelo Jurado es declarado muerto.
“¡Aguanta, chavo!”, “¡Ya viene la Cruz Roja!”, “¡No te duermas!”
Ese día, el 7 de enero de 2016, él se convirtió en la víctima más reciente de una guerra que los cárteles de la droga le han declarado a la industria de la tortilla en Guerrero: tres días antes de su asesinato, sicarios mataron a dos tortilleros en la colonia Cañada de los Amates de Acapulco y otro par de vendedores de tortillas fueron ejecutados, ese mismo día, en un local de la colonia Loma Bonita.
VICE News reconstruye los últimos instantes de este homicidio con el testimonio de policías que atendieron el caso de primera mano y vecinos de La Laja. Para ello, un mes y medio después del asesinato de Samuel, viajamos hasta la tortillería Los Mangos y sus alrededores para entender la saña contra los tortilleros guerrerenses. Lo que queda del multihomicidio es un local con una puerta roja que no abre desde la balacera, unos tablones viejos con manchas ocre y un pequeño monedero quemado en el mostrador.
Y miedo. Mucho miedo que envuelve como sopor caliente.
Fachada de la tortillería Los Mangos, que permanece cerrada con un monedero quemado en el mostrador. (Imagen por Daniel Ojeda/VICE News)
LA FIESTA DE LA TORTILLA ES UN FUNERAL
En México, el maíz es más que un alimento: es identidad nacional. Y orgullo ante el extranjero.
En noviembre de 2010, la importancia de ese cultivo en la imagen de México ante el mundo hizo que la Organización de Naciones Unidas (ONU) declarara a la cocina mexicana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Detrás la nominación estuvieron funcionarios de primer nivel del gobierno mexicano y el poderoso Grupo Gruma — un conglomerado empresarial cuyo director es conocido como El Zar de la Tortilla —, quienes festejaron el nombramiento en las primeras planas de los diarios.
Pero a menos de seis años de ese premio, la fiesta se ha convertido en un funeral para la industria asentada en el estado sureño de Guerrero, donde 50 grupos criminales se disputan el control de la entidad, primer lugar nacional en producción de opio y bautizada por sus propios legisladores como “el epicentro del dolor nacional”.
El año que marca el inicio de esta ofensiva es 2014. En aquel entonces, Chilpancingo, la capital de Guerrero, tenía 285 tortillerías, mayoritariamente en colonias populares como la Benito Juárez y la Universal, donde también se asientan grupos criminales como Guerreros Unidos y Los Rojos.
Las bandas delictivas notaron que el modelo de venta de las tortillerías ayudaba a sus planes de expansión: los locales vendían el producto en inmuebles con vista a la calle o a través de jóvenes que se desplazan en motocicletas para ofrecer kilos de puerta en puerta. Si los cárteles de la droga controlaban esa fuerza de trabajo, podrían obtener narcotiendas, narcomenudistas y vigilantes bajo la fachada de comercios y vendedores.
Tortillería que paga “derecho de piso” a grupos criminales frente al Mercado Baltazar Leyva, en Chilpacingo, Guerrero.
Así que en Chilpancingo, los cárteles dominantes de cada colonia comenzaron a secuestrar a dueños y empleados. Los capturan de día o de noche, en avenidas transitadas o parajes lejanos, en sus hogares o en los negocios y los retienen en casas de seguridad durante una semana, en promedio. Dependiendo de la víctima, piden entre 30.000 y 2 millones de pesos (1.700 a 113.000 dólares). Si el secuestrado paga por su libertad, se va con una advertencia de los cárteles: a partir de ahora y si lo pedimos, repartirás nuestra droga y usarás a tus vendedores como “halcones” [vigilantes de los criminales] o cerrarás tu negocio.
Lo sabe bien Abdón Abel Hernández, líder de los tortilleros en Chilpancingo, quien ya ha sido amenazado tantas veces que ha perdido la cuenta y secuestrado en una ocasión. La última vez tuvo que endeudarse con un millón de pesos para pagar a sus captores. Llegó a tener 17 tortillerías y la ofensiva del crimen le ha dejado con 11 de las 185 que aún quedan en la capital guerrerense. El 35 por ciento de la industria ha cerrado por miedo a ser los siguientes secuestrados cuyos restos son hallados en narcofosas.
“Hoy, todavía, despierto a las 3 de la mañana y siento que van a venir por mi”.
“Estuve cuatro noches, cinco días con esa gente. La familia se quedó con un quebranto económico muy fuerte. Somos pequeños empresarios y ese dinero, a la mano, no lo tenemos. Todo el crecimiento como empresario que pude tener ya se acabó”, lamenta Hernández. “Hoy, todavía, despierto a las 3 de la mañana y siento que van a venir por mi”.
El líder tortillero admite conversar en las oficinas de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) de Chilpancingo. Abajo, dos guardaespaldas armados vigilan la entrada del edificio en la colonia Centro porque le acompaña el presidente regional de la confederación, Adrián Alarcón, empresario de la construcción de 51 años, quien también vive con la muerte soplándole al oído por defender a sus agremiados amenazados.
“Así como sucedió con la industria del transporte público, en el que ‘doblaron’ a taxistas y camioneros para convertirlos en manos y ojos del narco, hoy la industria de la tortilla está secuestrada por ellos”, asegura Alarcón. “Está completamente infiltrada: el dinero que ellos sacan de las tortillas, lo usan para comprar armamento. Los estamos financiando”.
Sólo en los primeros dos meses del año, Alarcón sabe de 35 empresarios que han sido secuestrados y extorsionados en el centro de Guerrero; gran parte de ellos — un dato que prefiere no revelar — son dueños de tortillerías o socios de algunas.
“No por nada, una encuesta nacional — del Gabinete de Comunicación Estratégica — señaló a Chilpancingo como la peor ciudad para vivir del país. El crimen acaba con todo: inversiones, empleos, ganas de hacer familia aquí”, dice Alarcón.
“Pero si aquí la situación es crítica, deberías ir a Acapulco. Acá secuestran a los tortilleros, pero allá los están matando”.
ACAPULCO, EL ESPLENDOR QUE YA NO ES
A mediados del siglo pasado, Acapulco tenía a la superestrella Elizabeth Taylor casándose en sus playas, al ícono musical Elvis Presley navegando sus aguas en su yate, al futuro presidente de Estados Unidos John F. Kennedy celebrando su luna de miel en el puerto y a miles de artistas añorando una vida tranquila junto a su mar.
Hoy, Acapulco tiene 40 de los 50 grupos criminales con presencia en Guerrero, según la Fiscalía General de Guerrero. Tiene células delictivas con el nombre del puerto turístico en su acta de nacimiento como el Cártel Independiente De Acapulco (CIDA) o las Fuerzas Especiales Unidas de Acapulco. Tiene la tasa de homicidios más alta del país: 104 por cada 100 mil habitantes, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal en México.
Y tiene, como en Chilpancingo, una guerra contra los tortilleros.
Hoy, Acapulco no tiene secretario de Seguridad Pública; en su lugar, hay un interino que entró de emergencia porque el jefe de la policía fue destituido por no hacer su examen de control y confianza, un instrumento que ayuda a determinar si los mandos policiacos están, o no, bajo la nómina del crimen organizado.
No tiene una policía municipal confiable: el encargado del despacho es Miguel Flores Sonduk y sus fichas para pelear contra los cárteles de la droga son 1.901 uniformados, pero él estima que unos 700 no pasarán el próximo examen de control y confianza, además de 160 policías incapacitados por lesiones y 120 son mayores de 70 años; es decir, le quedan 921 elementos confiables para vigilar a 720 mil habitantes y no tiene cómo contratar agentes probos, jóvenes y sanos, porque necesitaría tener decenas de millones de pesos para indemnizar a los que no le sirven. Hoy el presupuesto apenas alcanza para la gasolina de las patrullas.
No tiene certeza, ni siquiera, de su propia vida: dos días después de tomar protesta, un capo llamado El Deivy firmó una narcomanta dirigida al alcalde del puerto en el que acusaba que el nuevo nombramiento causaría más muertos.
A medio kilómetro de donde los habitantes encontraron colgado ese mensaje, el 8 de enero pasado, 150 empresarios y vendedores de la industria de la tortilla tomaron la costera Miguel Alemán, la calle principal del puerto, y marcharon para exigir seguridad para su gremio en honor a sus muertos. Sin embargo, de poco sirvieron sus gritos: cinco días después de la protesta, el gremio de tortilleros sepultó a José Eutimio Tonico, El Rey de la Tortilla, un conocido empresario del municipio guerrerense de Arcelia, cuyo cuerpo fue hallado en un camino de terracería días después de haber sido secuestrado junto con 15 personas más.
Además de los homicidios conocidos por las autoridades en los juzgados y medios de comunicación, los empresarios cuentan una cifra no denunciada de ejecuciones en su industria: al menos, 20 asesinatos más a manos de sicarios que llegaron a los negocios con las balas por delante.
“Esto es por una situación que se dejó crecer desde hace años”, diagnostica Flores es un despacho caluroso con decenas de botellas de agua y walkie-talkies. “Pero estamos haciendo rondines diarios y coadyuvamos con el ejército, la federación, las distintas policías ¡y estamos poniendo orden en Acapulco!”
Pero la realidad parece distinta al discurso oficial, así que pedimos ir a los lugares donde el crimen ha atacado a las tortillerías, hablar directamente con los amenazados y caminar los últimos pasos de los asesinados.
“Sí, hombre, cómo no”, acepta Flores. “Pero hay que pedir refuerzos”.
ENTRAR A LA ZONA DE GUERRA
Para entrar a las zonas rojas donde están las tortillerías amenazadas de Acapulco, hay que prepararse como si se quisiera entrar a territorio en guerra.
Para el recorrido, la policía de Acapulco elige una camioneta, en lugar de un auto chico decorado como patrulla. En la batea del vehículo está de pie y sosteniendo un rifle automático el policía M.A., dispuesto a repeler una emboscada a rafagazos. El conductor, policía Óscar Sedano, va protegido con chaleco antibalas y dos escuadras cargadas. Y el copiloto viaja con arma corta pegada a la pierna derecha y un rifle de asalto recargado en la pierna izquierda. Este último es el guía del recorrido: oficial Doroteo Eugenio Vázquez, de 53 años, encargado de la Policía Preventiva Urbana.
Él propone ir a la zona de Palma Sola, donde tres días antes un hombre fue asesinado a balazos y machetazos. Conforme la camioneta se adentra en callejones, aparecen cada vez más pendientes estrechas, autos abandonados, jóvenes vigilantes del paso policiaco y pintas de los grupos que se han apoderado del territorio.
“Mira, esa tortillería… y esa… y allá arriba hay otra… todas esas están amenazadas”.
“Acá está bien pesado”, ataja Sedano, hablando de lo obvio: bastaría que dos vehículos cerraran una entrada y una salida de los callejones para dejarnos atrapados y a merced de pistoleros. “Mira, esa tortillería… y esa… y allá arriba hay otra… todas esas están amenazadas”.
Luego de varios minutos, la camioneta se estaciona en la calle Niño Perdido, frente a la tortillería El Samaritano. Juan Ibarra, el dependiente, mira con miedo a los policías detrás de los barrotes de su local y pega el cuerpo a una pared. Hasta que sabe que somos periodistas, respira aliviado.
“¿Miedo? Sí. Mucho. Yo hasta pensé que ustedes iban a… ya sabe…”, tartamudea Ibarra, un cuarentón bonachón con playera del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la fuerza política que gobierna Acapulco. “En este negocio, hay quienes salen por la mañana y nunca vuelven a ver a la familia”.
Entonces, la camioneta arranca rumbo a un lugar donde hubo quienes salieron a vender tortillas y acabaron en un ataúd: La Laja, la zona alta de Acapulco. Ir allá triplica el riesgo, así que se triplican los refuerzos con seis policías más en dos camionetas extra. Una abre el paso, otra lo cierra detrás de la camioneta central. De nuevo, el convoy se mueve por pendientes apretadas bajo la mirada intimidante de los habitantes de la colonia.
“¿Quieren ver dónde mataron a los chavos de hace unos días?”, pregunta Vázquez. “Vamos para allá para que vean. Pobres chavos, no tuvieron chance”
Tras media hora de recorrido, el convoy se detiene frente a la tortillería Los Mangos, un local cerrado con tablones viejos y un monedero quemado en el mostrador. Se asoman los vecinos, pero el miedo les tiene cosida la boca, así que los policías cuentan la historia de esa mañana, cuando cuidaban que los sicarios no volvieran para rematar al sobreviviente en el piso, mientras borboteaba sangre y suplicaba que no lo dejaran morir ahí.
El policía Octavio N. narra que por esta calle entraron los sicarios al local, dispararon acá y acá, por allá cayó el cuerpo de uno de esos chicos llamado Rodolfo y aquí fue la ruta de escape del otro empleado, Samuel, pero le abrieron el cráneo con un tiro distante.
Recuerda en voz alta a la víctima y su desbocada huida por el callejón de terracería, sus gritos, sus súplicas, la impotencia de algunos vecinos por no vencer al miedo para ir a rescatarlo, el miedo que debió sentir en el pecho, el estómago, las piernas y su deseo de aferrarse a la vida.
La Laja es una lugar habitual para la policía: se patrulla poco y se recogen muchos cadáveres. (Imagen por Daniel Ojeda/VICE News)
“¿Usted cree, oficial, que Samuel sea la última víctima de la guerra contra los tortilleros?”, le pregunto. Y una mueca agria le descompone el rostro.”En Acapulco, hay muertos todos los días”, responde, resignado.
El convoy da la vuelta y regresa a la zona turística de Acapulco. Deja atrás cinco tortillerías amenazadas y, al menos, siete trabajadores que, como Juan Ibarra, al salir de casa se preguntan si volverán a ver a su familia o si serán el próximo Samuel Sotelo Jurado. También queda atrás el miedo.
Mucho miedo que envuelve como sopor caliente.
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