Bitácora del director
PASCAL BELTRÁN DEL RÍO
La semana pasada apunté en este espacio que, entre los estados que tendrán elecciones el domingo 5 de junio, se ha otorgado una importancia desmedida a Oaxaca, Puebla y Veracruz.
Y no es que esas entidades no sean muy relevantes en población, extensión territorial y presupuesto. Por supuesto que lo son.
Sin embargo, en cuanto a su peso respecto del futuro político inmediato del país –para ser más específico, respecto de la elección presidencial de 2018–, Oaxaca, Puebla y Veracruz no pesan tanto como otras.
Recordemos que en los comicios presidenciales más recientes, esas tres entidades no han estado del lado del ganador. Al menos no juntas.
Vicente Fox perdió Oaxaca en 2000; Felipe Calderón perdió Oaxaca y Veracruz en 2006 y Enrique Peña Nieto perdió los tres estados en 2012.
En cambio, esos tres presidentes ganaron su respectiva elección en otras tres entidades que también irán a las urnas el 5 de junio: Aguascalientes, Baja California y Chihuahua.
No sólo eso: esos tres estados significaron una diferencia sustancial de votos sobre el segundo lugar en cada una de esas votaciones presidenciales.
En Aguascalientes, Baja California y Chihuahua, Fox sacó 273 mil 164 votos sobre Francisco Labastida. Esto significó 11.33% de los dos millones 409 mil 992 sufragios de diferencia con que ganó la elección presidencial de 2000.
Para Felipe Calderón, los votos de ventaja que obtuvo sobre Andrés Manuel López Obrador en 2006 en esas tres entidades fueron 641 mil 424, 175% más de la cifra por la que lo rebasó a nivel nacional.
Y en el caso de Enrique Peña Nieto fueron 495 mil 963 votos los que obtuvo de ventaja sobre López Obrador en esos mismos tres estados. Esto es, 14.89% de los tres millones 329 mil 785 sufragios con que superó al segundo lugar en todo el país.
En cambio, ¿qué significaron Oaxaca, Puebla y Veracruz para los ganadores de las elecciones presidenciales de 2000, 2006 y 2012?
Puras pérdidas: en los tres estados, Fox tuvo una desventaja neta de 94 mil 54 votos, mientras que la de Calderón fue de 319 mil 404 y la de Peña Nieto, de 147 mil 531.
En Oaxaca, Puebla y Veracruz los candidatos presidenciales de 2018 pueden esperar, en el mejor de los casos, una división de votos entre tres o incluso cuatro fuerzas políticas.
Desde luego tendrán que pelear esas entidades, pero el diferencial con el que ganarán o perderán allí será francamente insignificante.
En cambio, las fuerzas políticas que mayor presencia tienen en Aguascalientes, Baja California y Chihuahua pueden aspirar a sacar en esos estados una ventaja considerable sobre su más cercano perseguidor. Así ha sido en las tres elecciones presidenciales más recientes.
No sólo eso: en ninguna de esas elecciones el ganador ha perdido en esos tres estados, como tampoco lo ha hecho en otros seis: Coahuila, Colima, Querétaro, San Luis Potosí, Sonora y Yucatán.
Por eso, si las elecciones del 5 de junio van a servir para atisbar el futuro, creo que es mucho más trascendente lo que ocurra en Aguascalientes, Baja California y Chihuahua que lo que suceda en Oaxaca, Puebla y Veracruz.
Tal vez los primeros tres estados den menos (malas) noticias de alcance nacional que los tres últimos, pero el peso de aquéllas en cómo se deciden las elecciones presidenciales ha sido mucho mayor hasta ahora.
buscapiés
En un documento elaborado para su 36 periodo de sesiones, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) dice que la región necesita un “cambio estructural” en su modelo de desarrollo.
No cabe duda que Latinoamérica es la región con mayor desigualdad en todo el mundo, pero no sé a qué se refiere la Cepal cuando habla de su modelo de desarrollo. Para cambiar algo, hay que saber qué es.
En los últimos 25 años, el subcontinente ha probado, según yo, distintos modelos de desarrollo. Para simplificar, el “neoliberal” y el “bolivariano”. Para los pueblos de estos países, con iguales resultados.
Lo que América Latina necesita es combatir la corrupción, promover la innovación, crear empleos, implantar el Estado de derecho y apostar por finanzas públicas sanas que mantengan a raya la inflación, el peor impuesto que se le pueda poner a los pobres.