Sin embargo
Ciudad de México.-“DICIEMBRE 1891” es la leyenda que aparece en el reverso de una foto blanco y negro, que sostiene en su mano Grace. Al verla, su expresión se hiela y su respiración se contiene. Las tres personas —dos mujeres y un hombre— están sentados, pero hay algo poco natural en ellos: están muertos.
La escena corresponde a Los otros (2001), la película más taquillera del cineasta español Alejandro Amenábar (Mar adentro, 2004). Grace (interpretada por Nicole Kidman) describe las fotografías con una sola palabra: “Macabro”. Pero en el México de entre 1850 y 1940 la muerte no era algo macabro, sino cotidiano. La esperanza de vida promedio era de apenas 26 años.
Niños nacían aquí y allá como fugas de agua, sin embargo, la muerte infantil parecía un requisito que había que llenar para tener una familia numerosa. Solo cuando los menores cumplían 15 años, su expectativa de vida aumentaba a los 40 años. Y solo uno de cada tres llegaba a la longeva edad de 50 años. Por eso, en el México de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras cuatro décadas del siglo XX, la muerte era una invitada regular a casa.
Tener una fotografía propia equivalía a tener el iPhone última generación y solo pocos accedían a ella, ya sea porque los fotógrafos eran escasos, pues su preparación los convertía en una rara mezcla de artistas y científicos, o porque solo una capa delgada de la población podía cubrir sus tarifas. Así, la fotografía era prácticamente un artículo de lujo que muchos hacían un esfuerzo para adquirir, aunque fuera para una última toma de sus seres queridos, ya muertos.
Unas 36 horas después del deceso, el rigor mortis desaparecía, alrededor de ese momento, el fotógrafo también llegaba y el escenario para la fotografía estaba listo.
La fotografía post mortem tenía tres funciones, señalan Julia Santa Cruz Vargas y Érica Landa Juárez, investigadoras del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en su artículo “La muerte niña, un ritual funerario olvidado”: la psicológica, para atenuar la negación y otros sentimientos negativos del duelo; la sociológica, que fortalecía los vínculos de solidaridad y fraternidad entre los familiares del difunto; y simbólica, en la que el ritual, si se ejecutaba de forma correcta, daba la seguridad a los deudos de que aquel que dejaba este mundo entraría en el cielo.
DOS DÍAS DE PREPARACIÓN
Una vez que se recibía a la visitante recurrente, la muerte, los preparativos del cadáver tomaban entre 24 y 48 horas. Los familiares veían y estaban familiarizados con las fases del proceso cadavérico: entre tres y 24 horas después del deceso se presenta el rigor mortis, la deshidratación es visible en párpados y labios. Mientras tanto, los dolientes comenzaban los arreglos para el funeral con el mismo esmero con el que preparaban una boda.
“Todo empezaba con el aviso a los familiares, luego se realizaba el arreglo del cuerpo, posteriormente se hacía la contratación del fotógrafo y se esperaba la llegada del tan ansiado equipo al lugar, que a veces era distante y de difícil acceso”, recuerda la investigación de Santa Cruz y Landa Juárez.
Las fotografías post mortem podían ser tomadas tanto en interiores como exteriores. Se podía retratar al difunto sentado o acostado, como si estuviera sumido en el más profundo sueño. Solo o acompañado de familiares. Los requisitos, sin embargo, debían ser cumplidos a cabalidad: el cadáver debía estar rodeado de flores —usualmente de color blanco—, el soporte (llámese silla, cama o cualquier otro mueble auxiliar) debía ser cubierto por mantos blancos, sus manos debían ir entrelazadas y, en caso de que se tratase de un “angelito” (niño difunto), los padrinos de bautizo debían ser quienes escogieran su ropa.
“(Tras el fallecimiento) todo empezaba con el aviso a los familiares, luego se realizaba el arreglo del cuerpo, posteriormente se hacía la contratación del fotógrafo y se esperaba la llegada del tan ansiado equipo al lugar, que a veces era distante y de difícil acceso”, Artículo de Julia Santa Cruz Vargas y Érica Landa Juárez, investigadoras del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Otras características del rito no confirmadas son: si el “angelito” no había sido bautizado debía mantener los ojos abiertos en la fotografía, esto le ayudaría a ver el camino al paraíso, cosa innecesaria si había sido bautizado, pues el cielo lo tenía garantizado. Otra particularidad más consistía en colocar un plato con cebolla debajo del difunto para “recoger” la enfermedad.
Si bien es cierto que existía dolor en los corazones de los padres, se creía que era una bendición tener un angelito en casa, por lo que no se debería llorar y, en algunos casos, los funerales se convertían en una fiesta en la que abundaba la comida y el alcohol”, explica Vicente Esparza Jiménez, investigador del INAH. “Como aquello era alegría, el cortejo fúnebre estaba encabezado por una música de viento. Los niños y mujeres cargaban flores sobre sus manos. Finalmente, la tumba quedaba tapizada por coronas y más flores”, recuerda el especialista, que basa su relato en diversas crónicas del siglo XIX.
Después de los festejos había que pagar al fotógrafo, lo que para muchas familias representaba un esfuerzo importante, que a final de cuentas bien valía la pena para asegurarle, a través de la fotografía, un pedazo de eternidad a su difunto.
LOS TRES GRANDES FOTÓGRAFOS DE LA MUERTE
Pedro Guerra, en Yucatán; Romualdo García, en Guanajuato, y Juan de Dios Machaín, en Jalisco. Ellos son tres de los fotógrafos mexicanos más reconocidos que vivieron entre los siglos XIX y XX y a quienes se les atribuyen cientos de imágenes post mortem.
Eduardo García Valenzuela, bisnieto de Romualdo García, recuerda que, a su padre, Héctor García, le tocó aprender el oficio familiar desde pequeño, a los seis años. Ver a los niños muertos, algunos de su propia edad, lo impactó profundamente. “No nos dejaba tomar fotos a los niños dormidos porque para él tomarle fotos a alguien que no se movía es como si estuviera muerto”.
Guerra, Machaín y García fueron fotógrafos respetados de su época que vieron en la fotografía post mortem un servicio social, considera García Valenzuela: “Don Romualdo tenía fotos de todo, de los personajes más ilustres de la época, de generales alemanes, de las calles, hasta de borrachos. Tenía una gama muy grande como para circunscribirlo a la foto post mortem. Yo creo que lo hacía como un servicio para la sociedad”.
La Fototeca Romualdo García, del Museo Regional de Guanajuato, alberga más de 80,000 piezas tomadas por el fotógrafo y sus hijos, menos de 100 corresponden al tipo post mortem ,asegura Beatriz Elena Álvarez Gasca, responsable de inventario del recinto.
De Juan de Dios Machaín no existe un acervo como tal y es que, como señala Esparza Jiménez, “falta mucho por investigar sobre esta actitud ante la muerte, por eso la importancia de seguir concienciando a las personas de la importancia del archivo familiar y la cultura de la donación de sus acervos a los archivos históricos o museos históricos”.
La fotografía de muertos pereció a medida que los avances médicos y la esperanza de vida aumentaban, alrededor de 1950. Aunque su valor histórico, como documentos que reflejaron la relación social con la muerte, permanecerá.
SI EL “ANGELITO” no había sido bautizado debía mantener los ojos abiertos en la fotografía, esto le ayudaría a ver el camino al paraíso. Fotografía: Fonoteca Pedro Guerra.
SI EL “ANGELITO” no había sido bautizado debía mantener los ojos abiertos en la fotografía, esto le ayudaría a ver el camino al paraíso. Fotografía: Fonoteca Pedro Guerra.
ANTECEDENTES VICTORIANOS
Entre los siglos XVI y principios del XIX, la alta sociedad británica solía mandar retratar, con pintores de la época, a sus familiares que morían. Con la aparición de la fotografía, en 1839, la técnica sencillamente se “modernizó” y comenzó a popularizarse a más capas. Entonces surgieron los primeros daguerrotipos, donde quedaban plasmadas las imágenes con cadáveres. Posteriormente la tradición llegó a América Latina, donde echó raíces en países como Argentina, Perú y Colombia, aunque fue en México donde sobresalió.