Crónica de un Día de Muertos en el Panteón de la Cruz
Francisco Espinosa
Aguascalientes, Ags.- La señora Mercedes se ataja el sol con un panfleto de ventas de catálogo que le dieron en la entrada. Sentada en una banca de piedra, observa a Juan Antonio, quién está de cuclillas con la mirada fija en el mármol y con su mano firma sosteniendo un pincel que se dispone a retocar lo escrito hace muchos años. Doña Meche le hace plática sobre el clima agobiante, pero él no hace mucho caso. La concentración del artista vale 80 pesos por tumba y hoy, Día de muertos, calcula que se llevara alrededor de 1800 pesos en todo el día.
Con el sol pleno en un cielo despejado, el Panteón de la Cruz comienza a llenarse de vida. A sus alrededores, cientos de personas intentan que la celebración del Día de Muertos les deje algo de dinero, aprovechando el místico significado que esta fecha tiene en Mexico. Desde aguas frescas hasta máscaras de luchadores se mezclan entre el olor de los cempasúchil y de flores que comienzan a marchitarse. Entrar al recinto del descanso eterno es un andamiaje de ofertas al por mayor.
Adentro, justo al entrar, trabajadores de una empresa que vende cualquier tipo de artículos por catálogo extiende un panfleto donde presumen sus ofertas inigualables. A un costado, una funeraria ha colocado un stand donde un par de muchachas le recuerdan sus servicios a los asistentes. Tan meticulosa decisión de mercado está basada en el festival nacional que implica tutearse con la muerte. La tradición aglomera no solo los recuerdos de los seres queridos, sino también la necesidad de hacer comercio.
En el panteón, el sentir de la muerte se ve reflejado en el sinfín de significados que los mexicanos le hemos dado al final de una vida. Están las familias que sin más arman un picnic en la tumba del ser querido. Entre envases de refresco y tortas de milanesa, se ríen y se pelan por la salsa que se acaba. Más adelante, cuatro mujeres afligidas le rezan un rosario a su madre que hoy tiene su tumba adornada por ramos de flores amarillas. Mientras, abajo de un árbol, Luis fuma un cigarro junto a un pequeño estéreo del que salen canciones rancheras. Sin decir mucho más, y atrás de uno lentes oscuros, el joven intenta conversar con su padre recién fallecido.
La muerte puede ser pareja para todos, pero –fieles a la dinámica en la que se vive- las tumbas reflejan también el elitismo en el que el país se ha sumergido desde hace varios años. Como en una realidad cotidiana, las clases se topan espalda con espalda. Abierta a los visitantes, una capilla que funciona como la tumba de un torero, es vecina de una lápida simple que luce abandonada. Al fondo de un pasillo largo, una cúpula sobresale del resto. Alli descansa un exempresario que ahora es visitado por dos de sus hijos y sus nietos que no pueden evitar jugar con las flores.
Eso sí, la fiesta es un llamado para todos. El culto a tradición carece del espanto del Halloween. En México, recordar al menos un día al que se fue es carácter familiar. Por eso se ven niños corriendo, mojándose las manos con el agua de los floreros y adolescentes con audífonos que acudieron obligados por sus padres. Pero sin duda, el grupo que más cautiva es el de los ancianos que con bastón o en silla de ruedas se acercan a las tumbas correspondientes para cumplir con la visita. Ese es el caso de don Ezequiel, que permanece sentado en su silla de ruedas con el semblante tranquilo. Su hijo dice que ya no sale mucho, pero que desde hace cuatro años, visita la tumba de su mejor amigo. “Nunca me hizo caso con eso del cigarro”, aporta don Ezequiel quien se hunde en sus recuerdos.
Pero lejos del ambiente festivo, existe otro que cuenta Juan, trabajador de municipio y que “primero Dios” saldrá a las seis de la tarde, después de haber arrancado a las siete de la mañana. Con su informe azul del ayuntamiento, increpa de lejos al ambiente familiar, asegurando que durante el resto del año el panteón luce semi-vacío. “Todavía peor, hay tumbas que nunca visitan”, dice empujando el contenedor portátil donde va depositando toda la basura que se va encontrando.
Empujado por la necesidad, dice también que será un día largo, sobre todo por la poca cantidad de trabajadores qué hay disponibles. “Éramos como 70, pero algunos se murieron y a muchos otros los despidieron”. Don Juan, con su sombrero desgastado, asegura que existen no más de 50 personas destinadas a mátenme limpios los panteones del ayuntamiento. “En el último año despidieron como a 20 compañeros”, se queja.
Como Juan, hay muchos otros que sin ser empleados del municipio de la capital, recorren el panteón con cubeta en mano y un par de franelas. Sin tener un costo fijo, “más lo que sea su voluntad”, limpian las tumbas de los difuntos que reciben la visita de sus familiares y amigos. Entones corren a una pequeña fuente y extraen agua. Regresan con quien los contrató y limpian la tierra y el desgaste de baldosas que hoy deben lucir relucientes.
Sin embargo, a pesar del esfuerzo de muchos para que los mármoles y la cantera de las tumbas luzcan impecables, en algunos casos el tiempo simplemente gana la partida. Tal es el caso de la tumba de ex gobernador de Aguascalientes, Felipe Cosío, que date de finales del siglo 19. Ahí, en medio de niños corriendo, comidas familiares y rezos, un recinto de descanso tiene poco más de 150 años. Por más que se intente en tenerla reluciente, el paso de los años ha ocupado su lugar dejando su color sepia en el paisaje.
La muerte y los mexicanos, una relación multifacética de tantos matices se hizo presente en uno de los antiguos panteones de la ciudad. Fieles a la interpretación unipersonal, lo único certero es que el sentimiento más ausente es la tristeza. Se reflexiona mucho, se recuerda bastante más y se celebran vidas que pasaron por el mundo y dejaron su extirpe. O en otras palabras, como alcanzó a decir Don Ezequiel ante la tumba de su amigo amante de tabaco: “se celebra la vida y cuando la muerte llega se le da la bienvenida”.