John Ackerman/ Revista Proceso
Ciudad de México.- La derrota de Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos constituye el último clavo en el ataúd del centrismo “moderado” y “liberal” dominante en Europa y las Américas desde la caída del Muro de Berlin en 1989. La hipócrita “tercera vía” del capitalismo de cuates “con rostro humano” ha seguido los pasos del viejo comunismo burocrático realmente existente. Ambos sistemas incumplieron trágicamente con sus promesas de garantizar el bienestar y los derechos humanos de la población. Hay que empezar de nuevo.
En 1992 Francis Fukuyama anunció el supuesto “fin de la historia” a raíz del derrumbe del comunismo en Rusia y Europa del Este. Hoy somos testigos de lo que podríamos llamar “el fin del fin de la historia”. De nuevo se configuran dos polos en disputa, pero esta vez la batalla no será entre los países del “primer” y el “segundo” mundo, sino entre los de arriba y los de abajo al interior de todos los países del planeta.
Los Estados Unidos llega tarde a la ola mundial de repudio a un sistema plutocrático que cada vez genera más desigualdad y aleja el ciudadano común de la política. La rebelión empezó en Sudamérica con una serie de históricas victorias populares de la izquierda en Brasil, Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador. Posteriormente, hubo réplicas fallidas en el Medio Oriente con la “Primavera Árabe” y en los Estados Unidos con Occupy Wall Street. Y en los años recientes la ola de repudio al statu quo ha encontrado una causa electoral en movimientos como el de Syriza en Grecia, Podemos en España y los fenómenos de Jeremy Corbyn en Reino Unido y Bernie Sanders en EU.
La reacción de la derecha más retrógrada a esta ola de movilización popular a favor de una justicia verdadera y la democracia auténtica no se ha hecho esperar. Michel Temer, Mauricio Macri, Marine Le Pen, Henry Ramos Allup y Donald Trump son las caras más visibles de un sistema de privilegio oligárquico que se niega a morir. Frente a la amenaza que implica los movimientos a favor de la democracia popular, los dueños del mundo han decidido despojarse de sus hipócritas máscaras de “demócratas liberales” para entrar directamente en la lucha desencarnada en defensa de sus intereses.
Trump constituye, desde luego, una amenaza seria para el mundo entero, y para México y los mexicanos en particular. A lo largo de su campaña electoral Trump nunca dudó en demonizar al pueblo mexicano con insultos racistas y epítetos culturalistas, así como amenazar con deportaciones masivas de mexicanos, la construcción de un muro en la frontera y una guerra económica en contra del país. Tal como lo ha comentado Rafael Barajas “El Fisgón”, los mexicanos cumplimos la misma función para Trump que los judíos cumplían en su momento para Adolfo Hitler. Somos los chivos expiatorios para los graves problemas económicos y geopolíticos que hoy sufren los estadounidenses.
Pero las diferencias entre Trump y Clinton son más de forma que de fondo. El Partido Demócrata y el Partido Republicano constituyen dos caras de la misma moneda de dominación oligárquica e imperial. Lo que se celebró el pasado martes, 8 de noviembre en los Estados Unidos en realidad no fue más una elección interna dentro del partido de Estado dominante para decidir a quien le tocaría representar la derecha en la Casa Blanca.
Obama nunca fue un “amigo” de los mexicanos. Deportó más mexicanos, casi 2 millones, que cualquier otro presidente estadounidense en la historia y fortaleció de manera significativa la “seguridad” de la frontera entre México y los Estados Unidos. Hoy ya existe una barrera de acero a lo largo de grandes extensiones de la línea fronteriza.
Obama y Clinton juntos también han impulsado con gran fervor el desmantelamiento de nuestra economía nacional, la privatización del petróleo, el saqueo de los recursos naturales y la violación generalizada de los derechos humanos por medio de la militarización de la seguridad pública. Su apoyo para las administraciones fraudulentas, asesinas y corruptas de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto ha sido irrestricto.
Así que no será culpa de la elección de Trump el agravamiento de la crisis económica en la cual ya nos encontrábamos inmersos o el renovado ataque a los derechos humanos de los connacionales en los Estados Unidos. La responsabilidad la tenemos nosotros, los mexicanos, por no haber sido capaces de generar un gobierno digno que defienda tanto la soberanía nacional como la diáspora mexicana al otro lado de la frontera norte.
Pero la buena noticia es precisamente que, a pesar de todo, México sigue siendo un país independiente y su destino no depende de quien despache en la Oficina Oval sino de las decisiones que tomemos los mexicanos. Y tenemos una larga tradición de dos siglos de luchas populares y revolucionarias desde abajo que hoy nos será más útil que nunca. Si Cuba ha sido capaz de resistir durante casi sesenta años a los brutales y constantes ataques desde el imperio, México también podrá aguantar el actual invierno Trumpista.
En esta lucha contaremos con grandes aliados en el norte. Habría que recordar que si bien Trump se impuso por medio del voto indirecto del Colegio Electoral, en realidad perdió la votación popular. La mayoría de los ciudadanos estadounidenses repudian a su nuevo presidente y los jóvenes, sobre todo mexicanos, latinoamericanos y afroamericanos, ya se movilizan en su contra.
La lucha común en contra de “Enrique Trump”, dos personajes que desprecian profundamente la cultura y la historia mexicanas, tendrá que unir los pueblos de Norteamérica en una gran batalla regional por la justicia, la paz y una democracia verdadera de ambos lados de la frontera.