El País
Las palabras son entes indecisos: la que ayer quería decir tal hoy quiere decir cual, y mañana quién sabe; su sentido cambia, evoluciona. Hay algunas que vacilan menos: piedra, un suponer, lleva milenios significando un trozo de ciertos minerales, y noche, más allá de metáforas, es la porción oscura de los días. Hay otras, en cambio, que flotan en el aire, cambian con los tiempos. Inteligencia, por ejemplo.
Sería largo revisar todo su viaje desde el latín a nuestros días pero, en medio de las idas y las vueltas, se mantuvo un eje: inteligencia era ese conjunto de mecanismos mentales que nos permitía relacionar y entender. Siempre hubo, por supuesto, desviaciones —a algún inglés se le ocurrió llamar intelligence al espionaje, a algún ruso llamar intelligentsia a la intelectualidad, a algún español inteligencia a su enemigo—, pero en principio todos seguimos de acuerdo en que la inteligencia era, antes que nada, humana; que era lo que distinguía a los hombres de los animales y las cosas. Ya no.
Ahora hablamos febriles de “inteligencia artificial”, el producto de la inteligencia natural que ahora es su espantajo. Nos inundan con advertencias sobre ese momento en que todo cambiará, que algunos llaman “singularidad” y anuncian próximo: cuando las máquinas sean capaces de crear máquinas mejores que ellas mismas sin intervención humana y así su “inteligencia” consiga superar a la nuestra. Hay señores muy respetables —muy inteligentes— que parecen realmente asustados y nos dicen que deberíamos dedicar estos próximos años —si el cambio climático lo permite— a intentar que esas máquinas ultraperfeccionadas, poderosas más allá de cualquier cálculo, no nos dominen y se queden con todo. La inteligencia, otra vez, se ha vuelto una amenaza.
Pero por ahora la avanzada local de esa idea, la que nos está acostumbrando a que la inteligencia no es un privilegio humano, está en un frente más banal: los teléfonos. Ahora, en castellano, lo más inteligente que hay son los teléfonos. Solo en España más de 40 millones de aparatitos dicen que lo son. Siempre me molestó tanta jactancia; recién ahora entendí que era otro error de traducción, otra palabra mal usada.
Así funcionan muchas veces las palabras, sus usuarios: se inventan significados que las superan, que las vuelven mentirosas. Se habla por ejemplo de comida “orgánica” para distinguir ciertos productos caro —cuando cualquiera que haya estudiado química en el bachillerato sabe que la comida inorgánica no existe. Se habla de algo “histórico” para dar importancia a ciertos eventos —cuando está claro que en dos meses serán polvo. Se habla de “democracia” para vestir ciertos sistemas —cuando todos sabemos que nuestra voluntad política es retorcida por infinitos mecanismos. Y aquí se habla de “inteligencia” para definir a un telefonito.
Los teléfonos, en su origen anglosajón, no son inteligentes. En su lengua materna se llaman smartphones: smart puede ser elegante o, si acaso, astuto. Aplicada a un aparato, la palabra smart se usó por primera vez en inglés en 1972 para una bomba —smart bomb— “que actuaba como si fuera guiada por inteligencia”. Smart no es inteligente; es lo que puede, en cierto punto, simularlo. La voluntad de traducir todo lo posible, que tiene sus aspectos positivos, nos tendió una trampa. Allí donde el francés o el italiano o el alemán siguen diciendo smartphone, anglicismo furioso, los hispanoparlantes decimos teléfono inteligente.
Así que, por alguna razón que seguramente tiene que ver con vender más, ahora estamos rodeados por teléfonos inteligentes, televisores inteligentes, casas inteligentes. Una sociedad que confunde la inteligencia con la astucia o la elegancia —que banaliza así la inteligencia— solo puede ir como va esta: decidida al carajo, tan tontita.
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