Marisol Gámez
Hace horas que Sofía Belaunde de Avella quiere irse del coctel de negocios. Volver a casa, quitarse los tacones, las medias, el vestido recto que estiliza su silueta al precio de la comezón. No es la primera vez que la música del piano, las tenues luces del bar le provocan ese hastío, pero, sobre todo, desea huir del lugar por la náusea que ya le provoca saludar a la misma gente, el esfuerzo de intercambiar sonrisas.
Se decide y se va. Maneja por las solitarias calles, el tedio se le ha vuelto ansiedad. Más que nunca, desea liberarse de ella la tensión nerviosa, aunque de un modo diferente. No le apetece la aburrida masajista de los domingos, sino algo como la noche en que ¿Mario? la invitó a bailar. Con ese muchacho supo lo que era darle gusto al cuerpo, la llevó a vibrar en frecuencias jamás experimentadas. Recuerda aquel sudor, la respiración en el cuello, su cuerpo en esas manos varoniles, el movimiento, la cadencia… Sofía detiene sus pensamientos. ¡Qué avergüenza!, dice de sí misma. Si sus amigas de los desayunos sabatinos o la junta directiva de la Trasnacional supieran de su goce recién descubierto, ¿qué dirían de ella? Se la comerían viva en sus críticas.
En su cama, de costado, busca en el televisor uno de eso documentales como somnífero que la haga olvidar sus ganas. Sin embargo, sucede lo contrario, el aburrimiento la anima aún más, le agita la respiración y un palpitar la empuja a saciar ese deseo que, imagina, de consumarlo, le devolvería un poco de juventud, de éxtasis, de vida. Lo hará sola. En un arranque de valentía sale de la cama, saca del cajón unas medias de hilos tejidos en red, una minifalda y una blusa de escote pronunciado. Se viste. Si luce provocativa, se dará gusto frente al espejo. Nadie lo sabrá. Hace una pose sensual, pero la flacidez de la edad la hace sentir ridícula y titubea, pero rectifica, está decidida a dejar esa tonta represión y, de una vez, se dará ese placer sí misma. Liberará su demonio interior, sin embargo, ¿cómo se verá haciéndolo? Antes de perderse en el regodeo de su travesura quiere simular un poco. Abre levemente las piernas, flexiona las rodillas y las mueve en pequeñas repeticiones, una y otra vez. Sería tiempo de pasar al meneo de cadera hasta encontrar la cadencia y el ritmo adecuados que elevan a la sabrosura. De pronto siente que ya ha comenzado el placer y es momento de encender el radio. Atina en la frecuencia exacta, y sin que nada más importe, sube el volumen al cien al oír ese grito emancipador de: “¡Cucucuummmbia!”. Sofía Belaunde sonríe como nunca.