Gabriel Adrián – El Diario Internacional
No es sencillo escribir un epitafio sobre Abimael Guzmán Reynoso (1934-2021). Porque aun cuando capituló y vendió, por un plato de frejoles (o una torta), el proceso revolucionario que él mismo inició en 1980 en un pobrísimo y olvidado poblado de la sierra peruana llamado Chuschi (allí donde ni el Estado con sus grupos de poder, ni la seudo izquierda parlamentarista, jamás llegaron ni han de llegar), no se puede negar su contribución a dicha inédita gesta en el Perú de los años 80-90. Ni tampoco que fue un artífice fundamental de la lucha armada que llevó a cabo el Partido Comunista del Perú (PCP): el proyecto de transformación radical más importante en la era republicana de ese país.
A Guzmán se le deben tres logros fundamentales en el campo revolucionario del Perú. El primero es haber influenciado ostensiblemente en la línea partidaria, que aplicó el Marxismo-Leninismo-Maoísmo al análisis específico de la sociedad peruana. A la luz de la ideología marxista (y trenzado al camino del Amauta, que plasmó en su obra cumbre “7 Ensayos”), el PCP caracterizó la sociedad peruana como semifeudal y semicolonial, así como atada al imperialismo, principalmente yanqui. Los análisis del PCP, ya desde la década de 1970, daban acertadas luces sobre las relaciones sociales de producción, poder y propiedad que eran negados por los análisis de la derecha y de la izquierda revisionista.
El segundo logro de Guzmán fue jefaturar la reconstrucción de una organización político-militar; volviéndola capaz de dirigir una lucha armada del campo a la ciudad, y siguiendo el principio del partido de cuadros de Lenin. La formación ideológica, disciplina y mística de los cuadros, militantes y miembros del Partido, el Ejército y el Frente, fueron pilares centrales del avance del PCP.
El tercer logro suyo es haber encaminado el PCP a iniciar la lucha armada. La Guerra Popular que condujo esta organización, hasta finales de los años 90, fue sin duda la mayor epopeya popular y revolucionaria de la historia republicana. Hacia principios de dicha década, la lucha armada del PCP ya se había extendido por más del 70% del territorio nacional, poniendo en jaque al Estado peruano, que tuvo que valerse de una política de asesinatos, masacres, desapariciones, torturas y leyes de excepción, además de usar todas sus fuerzas armadas, policiales y casi medio millón de ronderos, para vencer a la guerrilla maoísta. Este solo hecho contradice el manido discurso de la derecha y el revisionismo académico, sobre que esa lucha del PCP se habría tratado de un puñado de “terroristas” entrenados para causar pánico en la población. Nada en política se extiende y dura tanto a causa del miedo, sino de adhesiones y compromisos auténticos.
Sin embargo, hay que enfatizar que, si bien Guzmán fue fundamental en la reestructuración del PCP y la consiguiente lucha armada, tampoco puede reducirse todo a su persona ni mucho menos. En el PCP, hubo grandes cuadros que fueron también vitales en el desarrollo del Partido y el impulso inicial de la lucha armada. Cabe destacar a Augusta La Torre y Antonio Díaz Martínez: dos personajes históricos de este partido político militarizado. Concretamente, a Augusta La Torre se le atribuye un rol esencial al impulsar las acciones del PCP, plasmando la teoría en la práctica. La Guerra Popular se forjó, a su vez, a través de militantes que sellaron su juventud con heroicidad; como Edith Lagos, Carlota Tello y “Jovaldo”. Por último, el PCP jamás hubiera llegado hasta donde llegó sin la entrega de los miles de militantes que entregaron sus vidas; por ejemplo, en las masacres de los paneles de Lurigancho y Santa Bárbara en 1985, El Frontón en 1986 y Canto Grande en 1992.
A pesar de haber sido la gesta revolucionaria más grande de la época republicana, el PCP fue derrotado por el Estado peruano. Lo cual no debe atribuirse, sin embargo, solo a la brutal represión del Estado (conocida como “la guerra sucia”) y la crucial intervención del imperialismo yanqui, sino también a errores estratégicos y tácticos del PCP. Uno de los mayores fue haber subestimado al enemigo. Esto se expresó, por ejemplo, en la ofensiva de la guerrilla maoísta en el campo, especialmente de la sierra sur del país. Tales acciones militares golpearon tanto al campesinado del sur, que motivó a que una gran parte decidiese apoyar el Estado. El PCP subestimó, asimismo, la capacidad del pueblo para resistir dicha ofensiva durante un período tan largo, durante años. Un problema, relacionado con lo anterior, fue no haber cuidado las propias fuerzas debidamente. Sobre este aspecto, cabe preguntarse ¿fue correcto declarar el Equilibrio Estratégico cuando las fuerzas del PCP habían sido duramente golpeadas en la sierra sur y central, y en Puno? Son algunos pocos ejemplos de los errores que se expresaron a nivel nacional, regional y local. Guzmán muere sin haber hecho un necesario balance de la guerra. Los compañeros y compañeras, que entregaron sus vidas y su libertad por el Partido y la revolución socialista, merecen ese balance que Guzmán negó y el ex Comité Central sigue negando.
Las referidas contribuciones que hizo el otrora “Presidente Gonzalo”, al desarrollo del PCP y la lucha revolucionaria en el Perú, fueron largamente empañadas por la traición a la lucha armada que él mismo inició y jefaturó. En 1993, junto con otros miembros del Comité Central en la cárcel (en diálogos con Vladimiro Montesinos: el poder tras las sombras del fujimorato), llamó a “bregar” por un Acuerdo de Paz destinado a “solucionar los problemas derivados de la guerra”. Insólitamente, eso pidió Guzmán. Aunque, hasta poco antes de su captura, agitaba a todos los vientos que el PCP no negociaría nada jamás, y que solo se sentarían en una mesa como vencedores, para definir los términos de la rendición con los representantes del derrotado y viejo Estado peruano.
Una vez en la cárcel, Guzmán se olvidó de su prédica y junto al séquito de su Comité Central arrojaron todo por la borda. Esta traición fue el más certero y eficaz ataque contra los militantes del PCP. Dividió el Partido entre los seguidores del mentado Acuerdo de Paz y los partidarios de proseguir la lucha armada. Lo que no pudieron lograr las Fuerzas Armadas y policiales con sus masacres, torturas y desapariciones, lo logró Abimael Guzmán en unos cuantos minutos. Así, el legendario “Gonzalo” y su Comité Central lograron romper las principales fortalezas del Partido en su conjunto: su moral indeclinable y su entrega más que generosa.
Dicha capitulación no fue del todo, sin embargo, una sorpresa. Guzmán pudo capitular porque había construido un partido en torno a su persona. Al respecto, escribió nuestro director Luis Arce Borja: “La lealtad y ’sujeción’ que expresaba la militancia a Gonzalo, como se vio en la práctica, no significaba una lealtad al marxismo ni siquiera al partido y del proceso ya no dependía de la fortaleza del movimiento histórico de las clases oprimidas, sino más bien de la decisión y voluntad del jefe absoluto” (1).
De esta manera, Guzmán forjó estructuras partidarias donde no había espacio para la crítica ni la autocrítica. La llamada lucha de dos líneas, que debería sancionar la línea partidaria, se aplicaba solo para sancionar las directivas del omnipresente “Presidente Gonzalo”. En otras palabras: “La jefatura partidaria, así como el pensamiento Gonzalo, aparecen como absolutos en los altos rangos del Partido Comunista del Perú (PCP). Se sitúan por encima de las estructuras de participación de los militantes: llámense congresos, conferencias y otras instancias. Con ello, queda abolida la lucha de dos líneas y el centralismo democrático que, como lo prueba el marxismo, son pilares de la organización comunista” (2).
Guzmán se ha muerto sin haber hecho, junto con su Comité Central, un balance de la Guerra Popular que el dirigió. Aquel balance político es imprescindible para llevar a cabo la segunda reconstrucción del Partido Comunista del Perú, y que de esta manera vuelva a erigirse en la vanguardia revolucionaria hoy ausente.
De no cumplirse lo anterior, solo se contribuirá a debilitar y desarmar (en todo sentido) los movimientos y las justas protestas populares que, más aún en estos últimos años, arrecian en ese país y el mundo. Es decir, se contribuirá a que toda aquella heroica resistencia de masas explotadas y engañadas por el poder capitalista, más temprano que tarde -y como ya ha venido ocurriendo-, se desvanezca sin lograr sus metas entre los molinos del tiempo. Es otra lección de la historia reciente del Perú, y algo común a las experiencias de otros pueblos del mundo: sin una legítima dirección organizada, sin Partido, seguirá siendo (y doliendo) una mera ilusión tomar el poder y el cielo por asalto.