Después de la muerte de Fujimori

Redacción

Perú.-Alberto Kenya Fujimori Inomoto, quien gobernó el Perú entre 1990 y 2000, es un ejemplo paradigmático de cómo el autoritarismo puede enmascararse bajo la premisa de la “lucha contra el terrorismo”. Su administración se caracterizó por instaurar el modelo neoliberal, que hasta hoy sume en la miseria a los peruanos, y por una serie de violaciones sistemáticas de derechos humanos, justificadas por la necesidad de combatir a organizaciones insurgentes como el PCP “Sendero Luminoso”. Sin embargo, estas acciones no solo fueron desproporcionadas, sino que también se tradujeron en un estado de terror que afectó a miles de ciudadanos.

1. AUTORITARISMO FUJIMORISTA

Además, el autogolpe de Estado del 5 de abril de 1992 marcó un punto de inflexión en la historia política peruana, cuando la democracia representativa fue suspendida en nombre de la seguridad del país. Al cerrar el Congreso, cancelar el Poder Judicial y asumir poderes extraordinarios, Fujimori no solo debilitó las instituciones oficiales, sino que también sentó las bases para un régimen de terror donde las violaciones a los derechos humanos se normalizaron e institucionalizaron. La falta de un marco legal que protegiera a los ciudadanos y ciudadanas permitió que el Estado actuara con total impunidad, llevando a cabo acciones que hoy son consideradas crímenes de lesa humanidad.

De hecho, ese autogolpe, conocido como el “fujimorazo”, marcó un hito en la historia política de Perú, evidenció la naturaleza autoritaria del régimen de Alberto Fujimori, y le permitió gobernar por decreto: hundiendo el país en el lodazal de la corrupción, perseguir a la oposición, y masacrar y asesinar al pueblo levantado en armas. La intervención de las Fuerzas Armadas en el control de la vida civil y la manipulación de los medios de comunicación fueron tácticas utilizadas para silenciar cualquier oposición al régimen impuesto, así como mantener un control férreo sobre todas las instituciones estatales.

El impacto del autogolpe se extendió más allá de la política inmediata, afectando profundamente la estructura social del país. La creación de un Congreso Constituyente, bajo el dominio del fujimorato, permitió la redacción de una nueva Constitución que amplió los poderes del presidente y debilitó aún más las instituciones demoburguesas. Esta Constitución de 1993, aprobada en un referendo y vigente hasta la actualidad, fue otra herramienta diseñada para legitimar el autoritarismo y perpetuar el control de Fujimori y sus secuaces sobre el Estado. Tal marco legal facilitó la represión de la disidencia y la eliminación de los espacios de debate crítico. La manipulación de la legalidad para consolidar el poder es un claro ejemplo de cómo el autoritarismo puede disfrazarse de democracia, engañando a una población que, en su desesperación, buscaba soluciones rápidas a problemas históricamente complejos.

Lo anterior tuvo su máxima expresión en la criminal política antisubversiva. El régimen de Fujimori recurrió a la violación sistemática de derechos humanos como columna vertebral de dicha estrategia: masacres, asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, torturas sistemáticas, detenciones arbitrarias eran las principales prácticas de las fuerzas represivas del régimen, militares y policías, en su lucha contra el Partido Comunista del Perú (“Sendero Luminoso”) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Durante la década que duró ese gobierno ocurrieron masacres como en La Cantuta, Barrios Altos, Pativilca, y en la cárcel de Canto Grande donde más de 60 presos políticos y prisioneros de guerra fueron asesinados con tiros de gracia. Fujimori creó, junto con altos funcionarios de las Fuerzas Armadas, el destacamento paramilitar del Grupo Colina para asesinatos selectivos. Además, el citado cambio de la legislación sentó bases para la actual praxis represiva del “terruKeo”, permitiéndose detener a ciudadanos sin evidencias inculpatorias, y rompiendo el Estado de derecho al establecerse tribunales militares con jueces sin rostro. Casi todas las violaciones de derechos humanos han quedado impunes.

Sin embargo, la política de “tierra arrasada” implementada por su gobierno (y promovida por Estados Unidos) no solo se centró en eliminar a los grupos alzados en armas, sino que también se dirigió contra las comunidades más vulnerables, donde la pobreza y exclusión social constituyen una sublevante historia secular. En este marco, las esterilizaciones forzadas de mujeres campesinas y pobres se presentó como una estrategia de control demográfico, disfrazada de una supuesta mejora en la salud pública. Dicha práctica, que afectó a decenas de miles de mujeres, evidencia una concepción utilitarista del ser humano, donde la vida y autonomía de las personas se sacrificaron en nombre de una política estatal que buscaba consolidar su poder. La deshumanización de las víctimas, tratadas como meros números en un plan de control poblacional, es un fiel reflejo de aquella lógica opresiva y discriminadora que caracterizó al régimen de Fujimori.

2. EL REMATE DEL ESTADO AL GRAN CAPITAL

En el marco de los años 90 y la agresiva consolidación internacional del neoliberalismo, Fujimori lo acabó de instaurar en Perú y es el modelo que rige hasta hoy. Esto significa la ausencia de subsidios a productos y servicios básicos, la reducción de impuestos en beneficio de los grandes empresarios, la privatización de empresas estatales y la negación de los derechos de los trabajadores. Vendió el país (las empresas públicas, las minas, tierras y bosques) a empresas transnacionales, con lo que se llenó los bolsillos.

Todo lo cual produjo aun mayor desempleo y subempleo. Hoy en día, más del 60% de la población carece de trabajo formal; es decir, no tiene estabilidad, vacaciones, seguro de salud ni jubilación, y vive, en su inmensa mayoría, en pobreza o extrema pobreza. A raíz de las privatizaciones, 120,000 puestos de trabajo se perdieron, y solo un 30% de estos puestos pudieron ser reabsorbidos por las empresas privatizadas. Al mismo tiempo, el capital privado fue el gran ganador de la liberalización del mercado: mientras que su ingreso nacional subió del 64.4% en 1989 a 77.8% en 1994, el de los trabajadores descendió de 34.4% a 21.2% durante el mismo periodo. En la actualidad, los peruanos y peruanas viven las consecuencias del tan mentado modelo neoliberal: trabajo precario, mal pagado, inestabilidad, informalidad, pobreza, pobreza extrema. Ese es el real legado de Fujimori y compañía.

3. LA CORRUPCIÓN COMO HERRAMIENTA DE PODER

Al compás de lo anterior, y como no podía ser de otro modo, el gobierno de Alberto Fujimori se caracterizó por una corrupción sistémica que permeó todas las esferas del Estado. Lejos de servir a los intereses del pueblo, él y su círculo íntimo utilizaron los recursos públicos como botín de guerra, desviando fondos y manipulando contratos en beneficio propio. Esta red de corrupción, que se estima involucró aproximadamente a 1,600 personas, revela la naturaleza voraz y depredadora de un régimen que antepuso el enriquecimiento ilícito a las necesidades de la población. La malversación de fondos y el tráfico de influencias se convirtió en prácticas cotidianas, acentuando la desconfianza ciudadana y desviando recursos que podrían haber sido utilizados para mejorar las condiciones de vida de los sectores más vulnerables.

Uno de los ejemplos más grotescos de la corrupción fue el caso de Vladimiro Montesinos, el patéticamente célebre asesor presidencial que fungió como el cerebro de una vasta red de sobornos y manipulación política. Montesinos, como principal hombre de confianza de Fujimori, utilizó su posición de poder para extorsionar a empresarios, comprar voluntades políticas, someter (sujetar) a mandos militares y silenciar a la tímida oposición parlamentaria (incluida la izquierda electorera que, sin proyecto propio, aupó al difunto ingeniero peruano-nipón en su carrera presidencial de 1990). Los mediáticos “vladivideos”, las cintas de video que documentaron sus actividades ilícitas, revelaron un mundo paralelo donde los montos de dinero han sido el único lenguaje que importa. Estos escándalos expusieron, audiovisualmente y por primera vez en la historia peruana, la podredumbre de un sistema vertical que ha sido cuidadosamente construido para servir a los intereses de los grupos de poder económico (locales y extranjeros), en detrimento del bienestar de la mayoría. Las artimañas de Montesinos funcionaron muy bien, con la aquiescencia de los propios extorsionados, al ser cómplices de la antigua dominación autoritaria en el país.
Así se comprende mejor que la corrupción fujimorista no solo afectó las arcas del Estado, sino que también tuvo un impacto devastador en la sociedad peruana. Al desviar recursos destinados a programas sociales y a la inversión en infraestructura, aquel gobierno contribuyó a perpetuar las desigualdades, y profundizar la brecha entre ricos y pobres. Las comunidades más marginadas, que necesitaban la urgente asistencia del Estado, sufrieron las mayores consecuencias de esta corrupción desenfrenada.

4. EL LEGADO DIVIDIDO DE FUJIMORI

Desde una perspectiva crítica, podemos extraer dos grandes conclusiones preliminares de toda esta historia oscurantista. En primer lugar, está probado que la herencia política de Fujimori se halla marcada por un autoritarismo que se tradujo en la represión de la disidencia y la violación sistemática de los derechos humanos. Su autogolpe de Estado en 1992 no solo disolvió el Congreso y suspendió la independencia judicial, sino que también sentó las bases para un régimen que operaba con total impunidad. Fujimori optó por la militarización de la política y el control absoluto de los medios de comunicación; creando un ambiente enrarecido donde la crítica y la rebelión eran silenciadas, y abonando el terreno para la reproducción de la denominada “prensa chicha” y la mediocridad comunicacional que hasta hoy caracteriza aquello que, sin duda con ironía, se denomina el periodismo peruano. Este autoritarismo, disfrazado discursivamente como “medidas de seguridad y pacificación del país”, dejó una marca indeleble en la sociedad peruana, donde la confianza en las instituciones fue severamente erosionada.

En segundo lugar, la corrupción, otro pilar del legado fujimorista, se convirtió en un fenómeno institucionalizado que afectó todos los niveles del gobierno. Aquel régimen estuvo plagado de escándalos, desde el tráfico de influencias hasta la malversación de fondos públicos, con Vladimiro Montesinos como figura central de una amplia red mafiosa. Este sistema no solo desvió ingentes recursos que podrían haber sido utilizados para el desarrollo social, sino que aún más sembró un clima de desesperanza y desconfianza entre la población. La corrupción, en este marco, se presenta como un mecanismo de control social, donde el enriquecimiento ilícito de unos pocos se realiza a expensas de las necesidades básicas de la mayoría.

5. FUJIMORATO: ENTRE LA GANGRENA Y LA CIRUGÍA REVOLUCIONARIA

El régimen conducido por los gemelos Fujimori-Montesinos ha dejado huella indeleble en la política peruana, en la cual históricamente ya se había registrado la voracidad insaciable de los grandes grupos económicos y sus testaferros para el copamiento de todas las esferas del poder estatal. De ahí que este fenómeno no se limita a la figura de Alberto Fujimori y los años 90, sino que se extiende a su legado y los intentos de su familia por mantener, en la actualidad, el control político mediante prácticas corruptas y clientelistas. La consolidación del poder en manos de un grupo reducido ha generado un ambiente (y un sentido común) donde “todo vale”, donde los principios democráticos y los derechos humanos son sacrificados en el altar de la ambición política. Este enfoque no solo ha debilitado las instituciones, sino que propicia un sistema en que la corrupción se convierte en el modus operandi, afectando gravemente a las grandes mayorías peruanas que ven sus necesidades y derechos sistemáticamente postergados.

Es decir que la corrupción en el fujimorato no es un fenómeno aislado, de unos cuantos representantes -civiles y militares- que delinquieron, como el discurso de la memoria oficial pretende establecer a modo de pensamiento único, sino que es una característica estructural de su proyecto político. Desde el mencionado autogolpe, el régimen de Fujimori y compañía se dedicó a profundizar y consolidar un aparato estatal que operaba en función de intereses particulares. La red mafiosa que se tejió durante su gobierno involucró a miles de funcionarios y se extendió a todas las instituciones, desde el sistema judicial hasta los medios de comunicación, incluyendo a personalidades de los campos educativos y culturales. De esta manera, no solo se permitió la malversación de recursos públicos, sino que también se deslegitimó cualquier intento de construir una democracia participativa, solidaria y justa (aun en los propios términos de la democracia burguesa originaria), dejando al grueso de la población en situación de vulnerabilidad y desamparo.

En tal sentido, el impacto del fujimorato y sus secuelas contemporáneas en la sociedad peruana es devastador, al conducir a una metástasis en las relaciones sociales y políticas. La cultura de la corrupción y el clientelaje se ha normalizado, generando un ciclo vicioso donde la lealtad (léase servilismo) absoluta al partido y a sus líderes se convierte en un requisito para acceder a derechos y servicios básicos. Las grandes mayorías, que deberían ser el centro de cualquier proyecto político, son tratadas como meros instrumentos en la lucha por el poder. Este desprecio por la ciudadanía se traduce en un desinterés por las políticas públicas que realmente aborden las necesidades de la población, perpetuando la desigualdad y la exclusión social. Al mismo tiempo, se siembra y promueve, educacionalmente, un perverso sistema de valores que minimiza y desintegra cualquier lazo de solidaridad y consideración por la vida humana, donde casi no existe otra categoría ética que el individualismo (“emprendedurismo” le denominan pomposamente ahora) y el “sálvese quien pueda” para escalar posiciones, literalmente, a cualquier precio.

Por todo lo cual, queda concluir que la influencia del último gobierno que cerró cruentamente el siglo pasado sigue operando con sus múltiples sombras y operadores (o gárgolas) en la política contemporánea del Perú, mediante la siniestra figura de Keiko Fujimori intentando revivir el legado de su padre. Un exprófugo, expresidiario, que acaba de ser velado con honores de expresidente ni más ni menos que en esa cloaca actual que es el Ministerio de Cultura: un homenaje póstumo oficial y mediático que no solo insulta la memoria de todas sus víctimas, y es un desalmado canto a la impunidad, sino que es otro testimonio grotesco del fango donde, a comienzos de un nuevo siglo, chapotea sus estertores el grueso de la inservible representación política del país.

Este persistente intento de retorno al poder significa, entonces, no solo la ambición personal de una familia, sino también la continuidad de un modelo político y económico que prioriza el dominio de una clase y la corrupción generalizada sobre el bienestar social. Por eso y más, la rebelión organizada contra este intento y herencia nefasta debe ser firme y continua, ya que las batallas por una vida auténticamente democrática, solidaria y justa son esenciales para transformar de raíz la historia de un país como el Perú. La sociedad debe unirse, desde sus principales cimientos de la clase trabajadora, hacia un horizonte popular donde la política y sus alrededores no sean un mero juego de poder para unos pocos, sino el debido espacio de inclusión, participación y dignidad para todas y todos.

Con información de El Diario Internacional