Marisol Gámez
—¡Tengo calor! ¡Hace una hora tenía frío! —dijo Margarita.
El cielo era azul, el viento demasiado tibio. Margarita se quitó el chaleco, lo lanzó sobre mis piernas. Bufó molesta, se sopló el fleco.
—Estoy aburrida, quiero irme a casa. Quedé de hablar con un amigo a las diez—dijo.
- Son apenas las nueve. ¿Y tu reloj? —pregunté
- Ya no me gusta. Quiero otro. Sin dibujitos de mariposas o de Minie Mouse.
—El día está magnífico, quedémonos un rato. Además, a ti te encanta almorzar en el parque.
—Ya no, mamá. ¿Nos vamos? —dijo mientras movía sus manos como abanicos.
Yo trataba de no rendirme al bochorno, conservar el buen humor al que incitaban las sombras del parque. Advertí que la alegría con la que me contaba sus ganas de nadar con sus amigas se había esfumado. También noté cierto éxtasis por esa llamada que no sería de uno de los chicos que conozco, “me llamará Héctor” “me llamará Luis” habría dicho, pero lo nombró “amigo”.
—¡Tengo una idea, vamos por un helado! —sugerí mientras acerqué la mano para acariciarle el cabello, pero alejó la cabeza y se puso de pie. Comprendí que su apertura a mis caricias no era eterna y la prisa rutinaria con la que antes evadí sus estridencias me pareció atroz. Fracasada mi maniobra evoqué aquellos días en que se encondía detrás de los delgados troncos de los álamos mientras yo fingía no verla, pero Margarita no sonrió ante los recuerdos y con un gesto enojoso caminó rumbo al auto.
Fui tras ella. No volvió a contarme sus ganas, ni pidió helados, entendí que una especie de frío me esperaba. Que mi pequeña Margarita muriera en primavera parecía una paradoja, sin embargo, no sucedió así, renacía en ella la naturaleza.