La Jornada
John M. Ackerman
Hoy hace dos años el Estado mexicano desapareció a 43 y ejecutó a tres jóvenes activistas de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero. Este brutal acto de censura y de represión contra un grupo de disidentes políticos abrió los ojos del mundo respecto de la verdadera naturaleza del narcoestado mexicano. Muchos ya lo sabíamos, pero con el escarmiento del 26 de septiembre de 2014 quedó perfectamente claro para todos que el gobierno supuestamente moderno y reformador de Enrique Peña Nieto era en realidad un gobierno asesino y corrupto.
En respuesta, todo México se levantó indignado exigiendo justicia y un cambio de régimen. La quema de una enorme efigie de Peña Nieto en el Zócalo capitalino al final de la multitudinaria marcha del 20 de noviembre de 2014 marcó el fin, de facto, del sexenio del esposo de la actriz millonaria de Televisa. Desde ese momento hasta la fecha nadie ocupa la residencia de Los Pinos. Ahí sólo despachan fantasmas que simulan redactar oficios y dar discursos, mientras el destino de la nación se les va de sus manos transparentes, plagiadoras e insustanciales.
En contraste, los jóvenes de Ayotzinapa siguen hoy más vivos y presentes que nunca. Cada día 26 salen a marchar de la mano con sus padres, sus madres, sus hermanos y sus compañeros normalistas de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México. Y en cada movilización magisterial, en cada protesta estudiantil, en cada lucha por la tierra y en cada acto del Movimiento Regeneración Nacional se invocan sus nombres y se exige justicia por estos jóvenes héroes de la patria.
Lo que fue quemado en el basurero de Cocula no fueron los 43 estudiantes de Ayotzinapa, sino cualquier apariencia de gobernabilidad democrática. Durante los últimos dos años el narcogobierno no ha hecho más que hundirse más profundamente en un pantano de ignominia. Mientras, la lucha por la aparición con vida de los jóvenes de Ayotzinapa cada día se consolida más nítidamente como un estandarte central en la lucha del pueblo mexicano por lograr un nuevo país más justo y democrático.
Ni un solo funcionario público de alto nivel ha sido condenado por los acontecimientos del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero. El ex presidente municipal de Iguala José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, se encuentran recluidos en penales federales acusados de delincuencia organizada, lavado de dinero y enriquecimiento ilícito, no por la desaparición y asesinato de los jóvenes de Ayotzinapa. Y ninguno de los dos ha sido condenado todavía por delito alguno, sino que se encuentran sujetos a prisión preventiva.
El ex gobernador de Guerrero Ángel Aguirre pasea libremente por las calles, gozando de total impunidad aun cuando ha sido acusado tanto de graves desfalcos al erario como por su participación directa en el encubrimiento y la protección de Abarca y los otros responsables del crimen de Estado de Iguala. Mientras, el gran encubridor, el cansado y cínico Jesús Murillo Karam, también administra tranquilamente los negocios privados de su familia sin haber sido tocado ni con el pétalo de una rosa de la justicia. Y Tomás Zerón, el brazo derecho de Murillo, señalado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes por su probable siembra de pruebas en el río San Juan, ha sido promovido por Peña Nieto al cargo de secretario técnico del Consejo Nacional de Seguridad.
El comandante del 27 batallón de infantería en Iguala, José Rodríguez Pérez, quien se encontraba festejando con Abarca y Pineda la noche del 26 de septiembre, también ha gozado de absoluta impunidad. El comandante de la Policía Federal en Iguala, Luis Antonio Dorantes, quien aquella noche estuvo en comunicación constante con el secretario de Seguridad Pública de Iguala, Felipe Flores, también ha evitado cualquier señalamiento judicial en su contra. Y el mismo Flores, quien tendría toda la información sobre las complicidades más altas en el caso, hoy dos años después todavía se encuentra prófugo de la justicia, probablemente resguardado y protegido por las mismas fuerzas federales y militares de quienes recibía órdenes aquella fatídica noche.
La escandalosa impunidad en este caso no es gratuita, sino que tiene el claro objetivo de demostrar al mundo entero que quien manda en México no es el pueblo, sino el narcotráfico. El gobierno de Peña Nieto no ha esclarecido este crimen de lesa humanidad porque el mismo gobierno federal está directamente implicado. Tenemos que enfrentar la dura realidad de que jamás encontraremos a los 43 jóvenes mientras Los Pinos siga ocupado por perversos fantasmas ensangrentados.
Solamente tendremos justicia cuando los mismos familiares de las víctimas podrán revisar libremente los archivos de la PGR, la PF y la Secretaría de la Defensa, así como ingresar sin restricciones a los cuarteles militares. Y ello solamente será posible cuando un nuevo presidente de la República nombre como titulares de la PGR, la PF y las fuerzas militares a personas nuevas, de carne y hueso, comprometidas con la justicia y sin relación alguna con los mismos criminales. El único camino hacia la justicia es entonces la conquista del poder gubernamental por el pueblo organizado. Organicemos juntos el relevo. Sólo el pueblo puede salvar al pueblo.
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