Redacción
Ciudad de México.- Cuando la música le pide llorar, el rostro de la maestra Naoko Kihara apenas se aflige. Sólo su pecho se contonea sutilmente, como un ave lastimada en pleno vuelo.
“La expresión es mínima porque se llora con el cuerpo”, dice envuelta en su kimono de rombos blancos y marinos.
“Es el baile el que está hablando, el que está interpretando aunque no sonreímos, no gritamos, no reímos”.
Su edad es un secreto pero nada en ella oculta los 24 años que ha practicado y enseñado danza tradicional japonesa desde que dejó Brasil, donde nació de un matrimonio originario de Japón, y se mudó a Ciudad de México.
La danza se lee en su espalda, que jamás se encorva, y en los pies que mantiene en punta y muy juntos, aunque esté relajada en un sillón durante una charla casual.
Es difícil que su oficio se comprenda en Brasil, donde la samba agita las caderas del país más grande de América Latina, o en México, donde los pies giran veloces al ritmo de la salsa.
“¿Estás haciendo yoga?”, le preguntó un espectador alguna vez, y la maestra respondió: “No, es una interpretación”.
Su compañía —llamada Ginreikai— pertenece a la corriente de danza Hanayagi Ryu, una de varias escuelas japonesas que comparte un hilo conductor. Todas interpretan bailes de pocos movimientos —lentísimos y contenidos, cual paso de tortuga— que se transmiten de generación en generación.
Cada repertorio está más cerca de lo sagrado que de lo festivo. Casi desde sus orígenes, las danzas antiguas como el kabuki se interpretaban para honrar al emperador, considerado un representante de Dios en la religión shinto.
De ahí la sutileza y la calma. Desplazar el cuerpo no como una ráfaga, sino como un glaciar empujado por el ímpetu del mundo. Piernas y brazos, kimono y abanico, al servicio del honor.
“No te enseñan un baile, sino una forma de vivir”, dice Aimi Kawasaki, de 21 años.
Hija de japoneses que echaron raíces en México, conoció a Kihara cuando estaba en kínder y ahora le confía su preparación para viajar a Tokio, donde espera recibir un diploma que certifique su destreza ante el directorio de Hanayagi Ryu.
“Me gusta los valores que (la danza) trasmite. No es nada más que te enseñen a bailar; te enseñan mucho más que eso”.
La danza tradicional japonesa, dice, es como el ballet, pero al revés: aunque las bailarinas también son delicadas y elegantes, jamás se paran en puntas ni alargan el cuerpo hacia el cielo.
“Una bailarina de danza japonesa está más bien agachada”, explica mientras su profesora muestra la postura: el tronco firme, las rodillas en flexión y los pies juntísimos, como si fuera una flor presa del suelo.
“Es para ser más humilde”, dice, y porque la danza japonesa esconde códigos profundos.
“Siempre tenemos nuestro cuerpo en la base de la Tierra porque somos parte de la naturaleza”, cuenta Kihara. “Es un respeto hacia la Tierra”.
Bajo la cosmovisión japonesa, la danza también se origina en el aire, el fuego y el agua. “Somos esa esencia; es nuestra base”.
Para tenerlo presente, cada bailarina realiza un juramento al recibir su diploma en Japón. Es como un manual de honra, dice Kihara. La promesa de preservar el legado adquirido.
Trece discípulas —siete de ellas de nivel básico— bailan de manera rutinaria frente a los espejos del estudio que heredó de su mentora, Tamiko Kawabe.
Durante medio siglo mantuvo viva esta danza japonesa en México, dice como si su predecesora fuera una leyenda, y desde enero de este año, cuando falleció, ella lleva la responsabilidad de continuar.
“Es muy fácil seguir esto en Japón, pero en exterior, no”.
En Occidente hay otros tiempos. No sólo los bailes son veloces. Voraz es la tecnología que nos comunica en segundos y ávida es la exigencia de concluir pendientes a todo vapor.
La danza tradicional japonesa, en cambio, es pura paciencia. Eiko Moriya, otra discípula de Kihara que también viajará a Tokio, lleva 25 años bailando y los últimos tres practicando las piezas con las que se certificará.
En un viernes reciente, mientras sus pies se deslizaban sobre el piso de madera y su maestra la observaba a través del espejo, Moriya escuchaba atenta a sus indicaciones: mueve el pie sólo cuando te lo pida el canto, cuida el ritmo, no inclines el brazo de más.
Su cuerpo apenas se desplaza y, sin embargo, tiembla. Nunca un abanico suspendido en el aire se vio más poderoso y audaz.
“Lo que parece insignificante tiene un gran valor para el japonés”, dice Kihara.
Su canto largo favorito —como se conoce en Japón a las obras que baila— es una historia de amor no correspondido. En ésta, Kihara interpreta a una princesa convencida de que el hombre que ama se ha transformado en la campana de un templo. Entonces, para llegar hasta él, se convierte en una serpiente.
“No es con mucho movimiento, pero todo el movimiento significa que ella cree que se transforma”, dice Kihara. “Es una obra de enojo, de coraje, de no poder pero querer. Simboliza el sufrimiento de la humanidad”.
Las obras que interpreta ante el público mexicano son más cortas y menos complejas que los cantos largos —un número dura cinco minutos en lugar de 20 o 30— pero crear nuevas coreografías y adaptaciones para el contexto en el que vive no le resta emoción.
“Con la danza japonesa conseguimos conectarnos”, dice. “Es un trueque de culturas”.
“Ginrekai”, explica, quiere decir “monte de plata” y es el nombre que su predecesora eligió para su escuela bajo la percepción de que Japón y México comparten más que sus volcanes sagrados: si el Monte Fuji y el Popocatépetl son tan parecidos, es porque en el fondo somos todos iguales.
“En Ginrekai tenemos esa visión cósmica”, dice. “La tendencia de la humanidad es separarnos por religión, por cultura, pero para mí el baile es una manera de decir que todos somos uno”.
Con información de El Diario de Juárez