Como matar a un país dos veces

Vigilia. Entre lo público, la razón y el juicio

Miguel Ángel Juárez Frías

juarezfrias@gmail.com

El absurdo de los extremos, fanáticos del derroche y apóstoles del mercado.

Tantos temas por abordar, tantos hechos que analizar, tantas circunstancias que se han presentado en estos últimos días y últimas horas. Preparas un tema y cuando estás a punto de decidir dar enter y enviar a publicación, surge otro evento que parecería obligar a redefinir la colaboración de la semana.

Así me pasó, pero me contuve, a pesar de que el Senado de la República ha dado la nota nacional e internacional. Las diferencias crecen, las actitudes cínicas y provocadoras en la conducción de la mesa directiva del Senado se extralimitaron, y la falta de control emocional de legisladores se desbordó. Eso, sin embargo, será tema de otro análisis.

Más allá del espectáculo legislativo, lo que me interesa es el trasfondo: el discurso que se desdobla entre izquierda y derecha. En muchos casos se pierde entre las múltiples aristas que cada punto de análisis tiene de origen. Mi colaboración es más sencilla, pretende aportar un punto de vista menos rígido.

En todos los pueblos y en cada tiempo, los extremos políticos terminan convertidos en errores históricos. La izquierda cuando confunde justicia social con derroche perpetuo; y la derecha cuando cree que dejar hacer, dejar pasar basta para garantizar prosperidad. Ambos extremos, más allá de etiquetas, representan versiones de irresponsabilidad que niegan la complejidad del Estado y del ser humano.

Es importante no confundir la discusión izquierda-derecha con la ideologización cultural que ha dividido a la sociedad en otros frentes, fragmentándola y polarizándola. El debate sobre derechos reproductivos, diversidad sexual o género tiene su propio cauce y exige respeto a la dignidad de las personas. Aquí, en cambio, la reflexión se centra en lo económico y lo institucional. Hablar de izquierda y derecha en este contexto significa hablar del papel del Estado y del mercado en la vida pública. Es en este terreno donde el desgaste de los extremos se hace evidente.

La izquierda del subsidio eterno tiene hoy una expresión patente en México. Bajo el obradorato, programas sociales que en principio eran legítimos y necesarios se transformaron en instrumentos de clientelismo. Becas y transferencias que pudieron ser palanca de movilidad se redujeron a dádivas sin corresponsabilidad, alimentando a un electorado cautivo más que a una ciudadanía libre.

No es que las familias no deban recibir ni valorar esos apoyos. Al contrario, para muchos representan la posibilidad de que los hijos vayan a clases o de contar con dinero para lo básico. Esa legitimidad es incuestionable. Pero tampoco se puede ocultar que, sin visión de futuro, esas transferencias solo prolongan la vulnerabilidad, terminan haciendo más pobre al pobre, y no solo en lo económico. Ese círculo de dependencia encuentra su espejo en el otro extremo.

La derecha del mercado absoluto tampoco queda exenta. México lo vivió en carne propia durante el ciclo neoliberal. Se prometió que la apertura y la privatización traerían prosperidad para todos, pero la realidad fue crecimiento con desigualdad, concentración de la riqueza y un Estado reducido a espectador. Millones de mexicanos quedaron fuera del desarrollo, atrapados en la precariedad laboral y en la informalidad, mientras unos cuantos se beneficiaban de concesiones y rescates como el FOBAPROA. Cuando el Estado abdica de su papel equilibrador, la libertad económica deja de ser derecho y se convierte en privilegio para unos cuantos, así como, postergación de desarrollo para la gran mayoría.

Frente a esos excesos, Aristóteles permanece vigente: la virtud se encuentra en el justo medio. El Estado debe limitarse a sus funciones esenciales, garantizar seguridad, justicia, educación, salud e infraestructura. Debe promover un mercado libre real, capaz de regular los bienes estratégicos que definen la dignidad de un pueblo, como la energía, los alimentos o las medicinas. Tiene que proteger al trabajador, no con dádivas eternas, sino con condiciones justas que conviertan el esfuerzo en movilidad social.  Debe impulsar a quienes menos tienen, no como limosna, sino como instrumentos para que construyan su propio camino.

Ese postulado helénico cobra fuerza con voces modernas que lo refuerzan: Alasdair MacIntyre, en su ética de la virtud, recuerda la necesidad de comunidades morales compartidas; Amartya Sen, por su parte, plantea que la justicia se mide en capacidades reales y no en discursos ideológicos. La idea es clara: no basta con proclamar justicia o libertad, se trata de generar condiciones que permitan a cada persona desplegar sus talentos y romper la inercia de la pobreza.

El contraste se vuelve aún más nítido al comparar cifras. El rescate bancario del FOBAPROA ha costado al país más de dos billones de pesos en intereses acumulados y sigue siendo una deuda que hipoteca generaciones. En cambio, programas sociales como Jóvenes Construyendo el Futuro han significado alrededor de ciento treinta mil millones de pesos para casi tres millones de jóvenes. La diferencia es evidente: mientras el primero representó un salvavidas sin corresponsabilidad para los bancos, el segundo tiene el potencial de ser inversión social si se acompaña con exigencia y visión de futuro.

La experiencia internacional confirma la lección. Chile mostró lo que sucede cuando el Estado abdica de su papel equilibrador: bajo la dictadura militar adoptó un modelo económico que favoreció crecimiento y modernización, pero al costo de una desigualdad persistente y de un tejido social fracturado. Hasta hoy, las consecuencias siguen presentes en la desconfianza ciudadana y en la fragilidad de su cohesión interna.

Alemania, en cambio, con su economía social de mercado, logró combinar competencia con seguridad social robusta. Venezuela, por su parte, mostró que el subsidio sin responsabilidad conduce a la pobreza y al autoritarismo. Entre esos polos, el equilibrio es posible, pero exige Estado eficaz, mercado transparente, ciudadanía activa y erradicación de la corrupción.

No se trata de culpar a quienes reciben apoyos. Al contrario, suelen estar ahí porque las circunstancias los colocaron en esa posición. La crítica necesaria es a la falta de exigencia para que sean parte del cambio. Cuando un padre o una madre dice “mis hijos van a la escuela, la salud es un lujo”, habla desde la precariedad, no desde el privilegio. La respuesta del Estado debería ser doble: apoyo inmediato, sí, pero también corresponsabilidad para romper el ciclo de dependencia.

La tarea se resume en decir “no” para afirmar un “sí”. No a la manutención perenne que convierte ciudadanos en clientes. No al Estado que todo lo hace y asfixia la iniciativa. No al Estado que todo lo oculta, fabricando cifras o disfrazando su ineficacia. Decir “no” en esos términos es decir “sí” a un Estado regulador y garante, a una ciudadanía corresponsable y a un pacto social basado en transparencia y oportunidades.

El Estado no debe ser un padre desbordado ni un patrón ausente, tiene que ser un tutor justo, que entregue apoyo cuando se necesita, pero que enseñe a multiplicarlo con esfuerzo personal y colectivo. El desafío de nuestra sociedad es cultivar esa corresponsabilidad sin culpas ni humillaciones. Es dignificar a quien recibe, fortalecer a quien produce y reconocer que el cambio verdadero exige participación activa, esfuerzo sostenido y esperanza compartida.

Nos leemos la siguiente.

*Imagen Cortesía El Financiero.