NYT
Estados Unidos.- Mi novio y yo llevábamos saliendo seis meses cuando tuvimos la peor pelea de nuestra relación a causa de la huella de carbono de una lámpara de keroseno. Habíamos terminado de cenar en el acogedor camarote de su velero y estábamos a punto de empezar una partida de gin rummy para determinar quién lavaría los platos, cuando Doug se levantó y se golpeó la cabeza con la lámpara de keroseno que colgaba del techo. Maldijo mientras la linterna se balanceaba de un lado a otro, derramando keroseno sobre la mesa.
El Times Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox.
Me burlé de él porque tropezaba con la lámpara casi todas las noches, limpié la mancha con un trapo grasiento y le hablé de un libro que había leído en el que el keroseno figuraba entre los combustibles fósiles más contaminantes.
“Supongo que deberíamos comprar otra linterna”, le dije. “Quizá una con luz LED”.
“Me encanta esta lámpara”, contestó, inclinándose sobre mí con un cerillo para volver a encender la mecha. La lámpara resplandeció un instante y luego su brillo se atenuó; su cálida luz amarilla inundó el camarote.
Leer a la luz de aquella lámpara de keroseno era como retroceder en el tiempo. Impregnaba el camarote de nostalgia por una época en la que nunca había vivido, en la que los marineros navegaban guiados por las estrellas y quemaban aceite de ballena para alumbrarse.
A menudo deseaba tener una linterna frontal cuando Doug me pedía que le leyera en voz alta en el sofá; mi vista, ya de por sí deficiente, sin duda empeoraba al entrecerrar los ojos bajo el tenue resplandor de la mecha parpadeante de la lámpara, pero todo resultaba muy romántico. Leer historias de Jack London a mi amante, con su cabeza en mi regazo, el velero que se mece suavemente con las olas, el ladrido canino y los eructos de cien leones marinos bajo el muelle lejano… él tenía razón, no sería lo mismo bajo una luz LED.
Aun así, le hablé de lo que había leído, de cómo el keroseno contamina más que casi cualquier otro combustible fósil y libera dióxido de carbono y monóxido de carbono, ambos terribles para la calidad del aire interior. Le hablé de iniciativas en África para sustituir las lámparas y cocinas de keroseno por energía solar, porque estaban envenenando a la gente y provocando asma, cáncer y otras enfermedades terribles.
Trastabillé con algunos datos. Había escuchado el audiolibro y, aunque había quedado convencida de que el quinqué era malo, no tenía claro los detalles.
Doug percibió mi vacilación, y pude oír la duda en su voz cuando dijo: “Esto en realidad no parece contaminante. No hay hollín ni olor. Creo que está bien”.
Se sentó y empezó a repartir las cartas, pero yo aparté las mías. “Es uno de los combustibles fósiles más contaminantes que se pueden consumir. Y sería muy fácil cambiarlo. Probablemente ni te darías cuenta, aparte del hecho de que quizás podríamos ver de noche. ¿Por qué te resistes tanto a hacer algo que, sin duda, es mejor para la Tierra?”.
“No me importa la huella de carbono de una mísera linterna”, respondió. “Me gusta y no voy a deshacerme de ella”.
“Odio que seas tan apático”, le dije.
“Estás diciendo ridiculeces”, contestó. Tenía una voz aguda y fuerte que nunca había oído antes.
En ese momento, solté una generalización sobre los hombres privilegiados y su falta de empatía, y él enfureció porque estaba convirtiendo la discusión en un juicio sobre su carácter y porque me había alterado por algo insignificante.
Intenté explicarle de seis maneras diferentes por qué esto era importante para mí y por qué el inminente colapso del mundo natural debía ser explicación suficiente de por qué estaba enfadada, pero lo estaba haciendo con rabia en la voz y no me estaba expresando bien.
Él repetía una y otra vez que no entendía por qué nos peleábamos por esto, lo que me frustró aún más, pues no me estaba escuchando.
Después de una hora infructuosa de dimes y diretes, estaba a punto de comenzar a llorar. La situación me parecía totalmente irreconciliable.
Sabía que había ido demasiado lejos, pero no podía parar. No cabe duda de que Doug no es apático en lo que respecta al medioambiente. Ha pasado la mayor parte de su vida adulta en el campo de la conservación marina, trabajando como buceador de investigación recopilando datos sobre los bosques de algas y, más recientemente, colaborando con National Geographic en su Proyecto Mares Prístinos, el cual ha ayudado a crear 26 de las más grandes reservas marinas del planeta. Fue nuestro amor común por la naturaleza lo que nos unió en primer lugar: nos conocimos en un viaje de 20 días en balsa por el Gran Cañón.
Aun así, me preocupaba que los grandes problemas del mundo no parecieran afectar a Doug del mismo modo que me afectaban a mí. Nuestras inclinaciones políticas coincidían más o menos y compartíamos sueños similares para el futuro, así que no entendía cómo se las arreglaba para vivir su vida sin sucumbir al mismo temor existencial y a la misma rabia que me atormentaban a mí.
Estaba en una situación extraña. Envidiaba su capacidad de estar en paz en un mundo tan imperfecto y, al mismo tiempo, me molestaba el privilegio que le permitía sentirse así. Y en lugar de explicarle todo esto, había comenzado a discutir por una lámpara.
Fue en ese momento cuando Doug dijo que era posible que ni siquiera tuviera keroseno como combustible. Él sabía que había comprado el combustible en la ferretería Ace Hardware, pero no estaba seguro de lo que era.
Apartamos un cojín del sofá y sacamos la botella de combustible del compartimento de almacenamiento.
Las palabras “aceite de parafina para lámparas” aparecían en un bloque de letra verde en la parte delantera. Cuando lo busqué en Google, me enteré de que el aceite de parafina para lámparas es más refinado que el keroseno y, además, carece de muchas de sus impurezas, por lo que su combustión es relativamente limpia, con menos contaminantes y la ventaja añadida de no tener el desagradable olor del keroseno.
Miré a Doug, estupefacta, y luego salí furiosa a la cubierta a lavar los platos. Estaba claro que había perdido, pero cuando te pasas una hora discutiendo sobre una linterna de keroseno que ni siquiera funciona con keroseno, nadie gana.
A la mañana siguiente me levanté avergonzada, con la rabia convertida en arrepentimiento tras una noche de sueño insuficiente. Tenía que ir a trabajar, donde pasaría el día realizando un tedioso trabajo manual para una fundación local de conservación de tierras. Trabajábamos para restaurar las comunidades de plantas autóctonas en el sensible hábitat de dunas en la costa de California, una causa en la que sin duda creía, pero el trabajo me dejaría ocho horas solitarias para repetir en mi mente cada frase de mi argumento infundado.
Doug se ofreció a llevarme al muelle en bote, pero le dije que se volviera a dormir, que iría en la tabla de remo. El sol acababa de coronar las colinas del puerto y el agua era una sábana de cristal. Los pescadores se habían marchado antes del amanecer y aún no habían llegado los turistas ni los bañistas, por lo que el puerto estaba tranquilo, aparte de las pequeñas olas que rompían en la arena y el chapoteo ocasional de algún pelícano. Até la tabla de remo y subí por la desvencijada escalera hasta el muelle, donde saqué mi celular y le envié un mensaje: “Lo siento”.
Seis meses después, nos dirigíamos al sur con viento en las velas, rumbo a México. Durante ocho semanas navegamos de Puerto San Luis a Puerto Vallarta y recorrimos casi 2254 kilómetros a una velocidad promedio de ocho kilómetros por hora.
En el camino, Doug me enseñó a calcular la velocidad del viento, a fijar el rumbo y a ajustar las velas. Me enseñó sobre los bosques de algas, la oscilación Madden-Julian y los patrones migratorios de las ballenas. Me enseñó a bucear en busca de vieiras, a cargar un fusil de pesca submarina, y a limpiar y filetear un pescado cuando por fin atrapé a uno. Me hizo saltar por la borda en medio del Pacífico, donde el agua tenía más de 600 metros de profundidad, para nadar con rayas.
Mientras avanzábamos lentamente hacia el sur, Doug me recordó por qué me había unido al movimiento ecologista. La conciencia ambiental que forma parte de su vida ha sido incitada por su asombro ante el mundo natural, un asombro tan puro que es casi infantil. Y, aunque la mía empezó así, con los años se había transformado en algo impulsado sobre todo por la rabia ante lo que estamos perdiendo.
Doug ama el océano y, a lo largo de nuestro viaje, me enseñó un millón de razones para hacerlo. Eso me hizo amarlo y querer salvarlo también. Las iniciativas que buscan preservar nuestro planeta suelen estar alimentadas por la indignación y el miedo, pero también pueden estarlo por la esperanza. La vida sencilla y alegre que Doug me presentó en el mar —impulsada por el viento, el sol y las corrientes oceánicas— me dio esperanza y me recordó que hay una mejor manera de luchar.