Redacción
Ciudad de México.- El Palacio de Bellas Artes cumple este domingo 90 años, y lo celebramos con este reportaje, cuya primera versión se publicó en la Revista de la Universidad hace una década. He aquí el regalo de la belleza cotidiana ajena a los ojos desaprevenidos de transeúntes y visitantes que dejan pasar el detalle, el acercamiento, el recoveco. He aquí los secretos de los mármoles que gritan, sudan, se besan y derraman lágrimas de lluvia ácida en la ciudad tan contaminada. He aquí la belleza de la mitología, los símbolos, los gestos de mármol del caballero águila, el coyote, el perro, el grito, el clamor, el tumulto, el ensueño rumbo a su primer siglo de existencia.
La luz de las distintas horas los devora.
Vuela el pegaso que había estado sembrado sobre la explanada del Palacio de Bellas Artes y resquebraja el óxido en partículas hirientes que lastiman la retina de la tarde.
El mono de mármol, tallado en el segundo nivel de la fachada superior, aúlla en sueños. De sus párpados cerrados parecen deslizarse dos canicas enormes, hirsutas en su marmórea perfección de esferas y terminan posadas en los lóbulos de sus orejas. Mona. Sabia.
Junto a ella, un perro también de mármol se acomoda en posición de acecho, listo para saltar sobre su presa, galgo a setenta kilómetros por hora, inmóvil desde hace noventa años y así seguirá flotando hasta el confín de los tiempos.
Noventa años. Todos estos seres nacieron hace nueve décadas para adornar interiores y exteriores del Palacio de Bellas Artes.
En 2024, esa nave extraña por bella y mausolenta, cumple sus primeros 90 años desde que durante muchos sueños el arquitecto italiano Adamo Boari vio cómo el flujo marino recorría sus sueños para terminar convertido en mármol.
Noventa años del Palacio de Bellas Artes.
Para construirlo, Adamo Boari siguió las enseñanzas del gran maestro decimonónico Viollet-le-Duc, quien a su vez influyó a los grandes maestros del Art Nouveau: Victor Horta y Louis Sullivan.
Art Nouveau. Adamo Boari soñó fluidos acuosos. Y así diseñó los planos del palacio donde habitarían seres fantásticos, hechos de mármol o de metal, manufacturados por los mejores artistas de la época.
Boari viajó muchas veces a Europa para visitar en sus talleres a esos artífices, como a Leonardo Bistolfi, el escultor más famoso de Italia, quien hizo para Bellas Artes tres conjuntos temáticos en la fachada principal: La Armonía, La Música y La Inspiración. Portentos escultóricos a la vista de todos, pero pocos voltean a verlos, a pesar de que todos esos seres nos llaman a gritos, nos lamen a besos.
Armonía, música, inspiración. Eso se respira cada vez que pasamos junto a, enfrente de, o mejor: entramos a Bellas Artes. Armonía, música, inspiración.
En la punta del edificio se observan cuatro mujeres aladas que circundan un motivo central coronado con un águila. Foto acervo fotográfico del Palacio de Bellas Artes
He ahí La Armonía: una hermosa mujer desnuda camina hacia el frente, las falanges de sus pies se hunden en flos campi, su rostro estalla en éxtasis para que una parvada de ángeles sin alas la coronen.
Ella, al centro de un coro de mujeres, también desnudas, que cantan, gritan, gimen, lanzan centellas desde las cuencas vacías de sus ojos de mármol, alaridos de valquiria enamorada desde sus labios mortecinos.
Un hombre yace a la derecha de La Armonía, músculos tensados de belleza, y agacha su cabeza en señal de reverencia, mientras una pareja de mármol se besa con ardor, ósculo basculante al ritmo sinuoso de las melopeas que entona en pífano de gloria un mancebo a los pies de la pareja tan lúbrica, tan inocente, tan lujuriosa y pura de toda pureza. ¡Ah, el beso! A miles de kilómetros un pintor en Viena, Gustav Klimt, pone ese mismo beso pero en óleo, lúbrico y dorado en una música sublime.
El Dolor. La Tristeza. El Beso. La Felicidad. Componentes de La Armonía, composición escultórica del tímpano de la fachada principal.
Lo que escucha usted cuando camina frente a la fachada principal de Bellas Artes no es el clamor de los cláxones ni el estrépito de las voces de las multitudes silenciosas ni el tupido gorgojear neurótico del silbato del agente de tránsito, ni el piar de aves ni el gong de la gota de lluvia sobre el piso: es el coro de La Armonía que lanza alaridos de espanto, susurros de cobijo, murmullos de armonía, desde el tímpano de la fachada principal de Bellas Artes.
Y así La Música, el otro conjunto escultórico que esculpió Leonardo Bistolfi: un gran ángel se sostiene del aire con sus alas a la manera de un colibrí, para inclinar su cuerpo hacia el violín que hace nacer músicas dormidas que despiertan en cuanto el hombre bajo el ángel, concentrado en su escritura, pone en papel de mármol esas notas, para la posteridad.
Ese otro conjunto se emparenta con La Inspiración: los senos hirsutos, una dama con alas de ángel levanta suave, sensualmente el cabello de su nuca con la mano izquierda mientras su derecha hace un signo de dejar caer pétalos invisibles de mármol sobre la cabellera de una mujer, también senos al aire, que en la izquierda hace reposar una lira mientras la derecha se hunde en su sien, su rostro poseído por La Inspiración. Ah, un detalle completa tan brillante dramaturgia: los pies de la doncella que recibe la inspiración están fracturados, a la altura del tobillo, como si Cronos la hubiera torturado con una Dead Line: entregar su texto a tiempo.
Si enfocamos los binoculares hacia la punta del edificio, observaremos el llanto de cuatro mujeres aladas que circundan un motivo central coronado con un águila. El llanto chorrea sus mantos transparentes. Algunas gotas se detienen sobre sus pezones. Los fluidos se convierten en guirnaldas, rosas, dos máscaras que aúllan a los lados de las caderas de una de las damas. Los técnicos denominan a este chorreadero blancuzco y verdoso: pátina. Yo solamente observo lágrimas.
Y chorros de sangre, de donde nació Pegaso, cuando Perseo cortó la cabeza de Medusa. He ahí el único de los cuatro pegasos que originalmente ocuparían las cuatro esquinas de la plaza frente al pórtico. Perseo cabalga montado en Pegaso mientras una bella mujer sonríe para guiar su galope, su brioso vuelo. Babieca, Bucéfalo, un caballo flaco montado por el escuálido Quijote, un caballo metido a Troya, en medio del trafical, de la locura de la hora pico en la ciudad más grande del planeta, la ciudad más lejana del Olimpo.
Por eso todas las mujeres de mármol que viven en Bellas Artes están desnudas. Para paliar con su belleza el dolor del mundo.
Por eso, por el regalo de la belleza cotidiana, ese mascarón ríe como estúpido, muestra los dientes sobre una barba blanca, marmórea y ridícula, como las borlas que perlan su frente. A su lado, otro mascarón prefiere que el gorro alado de su túnica cubra más de la mitad de su rostro, que sonríe avergonzado y junto a ellos una monja coronada también ríe, divertida por la pena del que se apena del que ríe desvergonzadamente, para que el mascarón de más al lado, alado, llore impíamente, impúdicamente, lágrimas color café, como sus ojos. A eso también le llaman científicamente pátina. Yo solamente observo lágrimas.
¡Ah! ¡Detenéos! ¡Palas Atenea nos mira fijamente!
Detalle de La Sinfonía, escultura que corona la entrada principal del palacio. Foto acervo fotográfico del Palacio de Bellas Artes
En los antepechos del primer nivel de la fachada principal, una mujer nos observa tras un antifaz que resalta su fiereza. Serena fiereza. A miles de kilómetros, en Austria, un pintor genial, Gustav Klimt, pone en óleo la misma efigie, temida, temeraria, guerrera en rojos-sangre, dorados-vida. La que nos mira desde el mármol está a punto de sonreír. Sus delgados labios pronuncian claramente: Palas Atenea.
Y entonces, desde el coro de La Armonía, La Alegría se carcajea con risa orate y La Tristeza moja gota a gota, lágrimas de ácido y moho, el mármol hasta que lo agujera y las musas danzan en redondo mientras Apolo no las pela porque ha visto, desde el plafón circular luminoso que corona el interior de la cúpula central del Teatro de Bellas Artes, un resplandor extraño en los volcanes que dibujó Adamo Boari, el arquitecto que soñó este palacio, y mandó edificar esos colosos ígneos en vidrios y mosaicos opalescentes sobre un telón de hierro laminado y cemento armado construido por la Casa Tiffany de Nueva York.
Adamo Boari trajo de Italia a su paisano Fiorenzo Gianetti para esculpir la ornamentación que representa la flora y la fauna del país. De los relieves de las fachadas laterales se encargó Alberto Boni.
He ahí a un Caballero Jaguar, el Mascarón El Verano (el que llora lágrimas color café), un Caballero Águila, un hermoso Jaguar, un Chivo, un Coyote, el Perro, el Mono, flores, plantas en los pretiles. Ónix de Oaxaca.
Llaman la atención una figura del dios Tláloc, referida a Teotihuacan, otra de Chaac y una impresionante máscara rojo-oro que grita y que en el libro El Palacio de Bellas Artes, del fotógrafo Mark Mogilner, se describe erróneamente como motivo decorativo de la puerta principal de la sala de espectáculos, representa al dios mexica de la lluvia Tláloc
.
Lo cierto es que todos esos personajes gimen, mascan, mascullan, gritan, lanzan petardos de voces en lenguas ininteligibles. Danzan. Cuando nadie los observa, es decir, cuando multitudes caminan frente a la fachada, todos esos seres fantásticos de mármol danzan. Cantan. Sus alaridos son relámpagos de mármol, sus flores pétreas recovecos de belleza entre el neblumo, los mascarones, pretiles, frisos, antepechos, cornisas, las portentosas nalgas de mármol, los hermosos senos de piedra hirsuta, las risas, las sonrisas, carcajadas petrificadas, los remates de la cópula que esculpió el húngaro Géza Maróti, el Pegaso que hizo Agustín Querol, las lágrimas verdes de las esculturas bellas, prístinas de tan hermosas. Todo eso es grito, clamor, tumulto, ensueño.
Una figura femenina se yergue voluptuosa, los pliegues de sus curvas de mármol lanzan al caos de la ciudad notas de belleza y de armonía. El equilibrio que estas mujeres desnudas y a la intemperie brindan a la ciudad es el de una respiración tranquila. Clepsidras de mármol molido por el transcurrir del tiempo.
En la oquedad del palacio las estatuas viven su vida de piedra y tiempo sin transcurrir.
Esos seres fantásticos nos gritan, nos llaman, nos impelen, nos conocen a la perfección.
Durante 90 años han sido dueños de ese espacio y nos permiten habitarlo de vez en vez, cuando la música corona la belleza de la vida.
Bellas mujeres desnudas, fieros guerreros, cálidos ángeles alados, seres sin tiempo, sin carne ni sangre ni emociones. Con lágrimas, esas sí, lágrimas de lluvia ácida, ojos llorosos de neblumo, tules transparentes chorreantes de lo que los científicos llaman pátina. Pero yo solamente observo lágrimas.
La luz de las distintas horas las devoran.
Con información de La Jornada