Ingeniero químico crea herramienta para comprender y medir olores

NYT

Chuck McGinley, ingeniero químico, salió de su carro, miró la chimenea de un matadero que se elevaba por encima de las copas de los árboles e inhaló profundamente. Al principio no olió nada más que la tenue y dulce fragancia de los árboles cercanos.

De repente, el viento empezó a soplar. “¡Ay, dios mío, qué olor!”, exclamó McGinley.

Inmediatamente, uno de sus colegas le acercó un Nasal Ranger a la nariz. El dispositivo de medición de olores de 35 centímetros de largo, que parece una mezcla entre una pistola de radar y una corneta, es uno de los inventos más importantes de McGinley.

Usando los términos de otra de las herramientas habituales de McGinley, una rueda de olores —una tabla parecida a la rueda de colores de un artista que él ha estado perfeccionando durante décadas—, el equipo describió el olor. “Agrio”, dijo una persona. “Deterioro, posiblemente con algo de petróleo”, dijo otro.

Luego, tan rápido como había llegado, el olor desapareció. “El viento decidió que solo nos iba a regalar una breve inhalación”, dijo McGinley. “Para provocarnos”.

Intuitivamente, los humanos saben que deben evitar los malos olores. Sin embargo, durante medio siglo, McGinley, de 76 años, ha vuelto una y otra vez a los sitios más apestosos de la sociedad, lugares muy parecidos a este, para medir, describir y desmitificar el olor.

Desde su laboratorio poco convencional en un suburbio de Minnesota (en realidad parece más bien una estación de esquí), McGinley y su hijo Mike han establecido una influencia extraordinaria en la medición y comprensión del olor. Han dotado a científicos de todo el mundo de las herramientas que inventó McGinley, han asesorado a los gobiernos en materia de reglamentación de olores y han permitido a las comunidades cercanas a los sitios malolientes encontrar un vocabulario para sus quejas y una forma de medir lo que sus narices les dicen.

En muchos sentidos, la creciente demanda de los servicios e instrumentos de McGinley indica la mayor conciencia de la sociedad sobre el poder del olor y su potencial para enfermar físicamente a las personas o disminuir su calidad de vida. Sus inventos han asumido un poderoso papel en un movimiento que reconoce el olor como un contaminante, no solo como una molestia, digno de un estudio más detallado y quizá de una regulación más estricta.

“Si alguien dice: ‘tengo un problema de olores, ¿a dónde debo ir?’. La respuesta sería: con Chuck y Mike McGinley”, dijo Jacek Koziel, ingeniero agrícola que estudia los olores en la Universidad Estatal de Iowa. Sus métodos proporcionan a los responsables políticos y a los investigadores “pruebas sólidas para demostrar que el olor es real y que afecta a la vida de las personas”, dijo.

De los sentidos humanos, el olfato es quizás el más esquivo y a la vez el más poderoso. En un momento dado, puede ser una cápsula del tiempo que nos devuelve a un pasado medio olvidado. O puede perdurar, desencadenando sentimientos que no se pueden ubicar ni describir.

Intuitivamente, proporciona advertencias valiosas. El olor de la leche puede indicar de inmediato si no es segura para beber. El olfato puede advertirte si tus calcetas están limpias. Incluso se ha convertido en una herramienta de diagnóstico: la pérdida del sentido del olfato es un posible signo de infección de COVID-19. “Nuestra nariz es nuestro primer aviso de que algo no va bien”, afirma McGinley.

Aunque las personas se sienten seguras al describir lo que ven y oyen, y los objetos que tocan, a menudo los olores nos hacen trastabillar. Hablamos en gran medida con metáforas. Un olor suele ser “como” otra cosa: una rosa, un perro mojado, la casa de la abuela.

“La mayoría de la gente, cuando huele una fábrica, dice: ‘Me está dando náuseas’”, dijo McGinley. Pero no saben describir con precisión por qué.

Al pasar un rato con él, uno no puede dejar de aprender cosas relacionadas con los olores. ¿Quién iba a saber que la mayor parte del aire que inhalamos en un momento dado pasa por una u otra fosa nasal, no por ambas? O que los lirios orientales pudieran ser tan divisivos: a su mujer le encanta el olor, a él le parece “feo”.

Sin embargo, si se le escucha con atención, a menudo aborda debates que trascienden su trabajo cotidiano y escapa por completo del ámbito de la ciencia para derivar hacia lo metafísico: ¿la aversión humana a los olores pútridos es natural o aprendida, o ambas cosas? ¿Cómo se puede medir una percepción? Y ¿cómo dar a la gente la confianza en su nariz que tienen en sus ojos y oídos?

Un olor es, sencillamente, el resultado de las sustancias químicas presentes en el aire, y la nariz humana es mucho mejor para detectarlas de lo que a menudo se le atribuye. Algunos de los olores más reconocibles y potentes, como el sulfuro de hidrógeno (piensa en un huevo podrido), pueden percibirse incluso en las concentraciones más pequeñas, como una parte por mil millones.

“Si se mapeara la distancia entre Nueva York y Los Ángeles, una parte por mil millones representaría solo unos pocos centímetros a lo largo de esa ruta”, dijo Koziel, de la Universidad de Iowa.

Este hecho también refleja la dificultad de regular los olores. En concentraciones tan pequeñas, es poco probable que el sulfuro de hidrógeno suponga un riesgo para la salud. Sin embargo, “es muy perturbador para las personas”, dijo Susan Schiffman, psicóloga clínica que ha estudiado el olor y el sabor durante medio siglo.

A pesar de que tiene la capacidad de enfermar a las personas, hay pocas leyes en Estados Unidos para regular el olor. Constituye una parte importante de las quejas presentadas a los organismos públicos, incluida una cuarta parte de las presentadas a la Agencia para Sustancias Tóxicas y el Registro de Enfermedades. Sin embargo, existe un debate sobre si un olor puede ser intrínsecamente peligroso.

“Una cosa es medir las emisiones, pero el olor es una sensación. Como puede ser experimentado de manera tan diferente por tantas personas, nos pone en un aprieto sobre cómo regular”, dijo Pamela Dalton, una psicóloga que trabaja en la percepción de los olores en el Centro de Sentidos Químicos Monell en Filadelfia. “Cualquier industria puede generar emisiones fuera de sus instalaciones, incluso una fábrica de galletas”, añadió.

Sin embargo, cada vez son más las publicaciones médicas que apoyan la idea de que el olor puede causar problemas de salud física. Las investigaciones demuestran que las personas que viven cerca de lugares malolientes pueden sufrir síntomas fisiológicos como dolores de cabeza, ardor en los ojos y náuseas, así como problemas de salud mental como depresión y ansiedad.

La decisión de no regular los olores a nivel federal se remonta a la década de 1970. En una serie de encuestas, las agencias federales estadounidenses descubrieron que la mitad de los encuestados creían que el olor era un problema grave. Pero la Agencia de Protección Ambiental decidió finalmente dejar en manos de los gobiernos locales la creación de leyes sobre molestias por olores, similares a las ordenanzas sobre el ruido.

En la actualidad, una decena de estados regulan los olores y varios gobiernos locales han establecido ordenanzas. Pero el sistema es irregular, y ha dejado que las disputas se resuelvan en los tribunales.

En 1996, cuando Minnesota decidía si derogar o no su normativa sobre olores (lo hizo), McGinley fue llamado a declarar. “A los abogados les va a encantar esto”, recuerda haber dicho. No tener normas significaría acumular “un montón de demandas”.

Tenía razón. En un ejemplo de 2018, un jurado de Carolina del Norte concedió a los vecinos de Smithfield Foods 473,5 millones de dólares por “olores odiosos y recurrentes” procedentes de las granjas industriales de cerdos de la empresa. (En un comunicado, Smithfield dijo que había resuelto este y otros casos similares por una cantidad no revelada).

Pero no todo el mundo tiene tiempo o dinero para demandar. Y como las industrias malolientes suelen estar agrupadas en zonas de bajos ingresos, dijo McGinley, los problemas pueden afectar desproporcionadamente a las minorías o a las comunidades más pobres.

Durante siglos, la medición de los olores tuvo una reputación similar a la de la alquimia. En un discurso de graduación de 1914, el inventor Alexander Graham Bell explicó la importancia de la medición para el avance de la ciencia. El sonido y la luz, dijo, podían medirse. Pero no el olor.

“Si tienes la ambición de fundar una nueva ciencia, mide un olor”, dijo.

Los olfatómetros, inventados hace más de un siglo, funcionan según el principio de aspirar aire a través de un pequeño orificio y diluirlo hasta que una persona ya no puede olerlo. La cantidad de dilución representaba la fuerza del olor. Más tarde, el gobierno estadounidense desarrolló olfatómetros portátiles, o Scentometers, que eran poco más que una caja de acrílico con agujeros de diferentes tamaños en un extremo: sujetándola como un flautín, se cubrían los agujeros con los dedos y se levantaban de uno en uno para obtener una lectura. Pero solían ser incómodos de usar.

La idea de McGinley para sus propios dispositivos surgió durante unas vacaciones en Hawái. Vio el volcán Haleakala y tuvo una revelación: la forma cónica podría funcionar bien para una herramienta de medición de olores. Su Nasal Ranger, más intuitivo que las cajas de acrílico con agujeros para los dedos, requiere poco más que oler bien y ajustar un dial hasta que ya no se huela.

“El Nasal Ranger es mucho mejor que el Scentometer original”, dijo Dalton, del Centro Monell. Los científicos y las empresas de nueva creación están trabajando en el desarrollo de narices electrónicas capaces de medir e identificar los olores igual que una nariz real. Pero la tecnología aún no está disponible.

McGinley llegó al olor por accidente. Después de la universidad, consiguió un trabajo de nivel inicial en la Minnesota Mining and Manufacturing Company, ahora conocida como 3M, donde tuvo un pequeñísimo papel en el departamento responsable de inventar la tecnología de rascar y oler. “Un papel muy muy muy pequeño”, dijo McGinley.

Pero la experiencia resultó decisiva unos años más tarde, cuando se presentó a una entrevista de trabajo para aplicar la normativa sobre el polvo en la Agencia de Control de la Contaminación de Minnesota. “Cuando mencioné el rascado y el olfateo, el entrevistador me dijo: ‘El puesto de olores paga más’”, recordó.

Con hijos pequeños a su cargo, el sueldo más alto sonaba atractivo. Lo contrataron para formar parte del nuevo equipo de inspección de olores de la agencia, que recorre los lugares más apestosos de Minnesota. “Y ahí es donde caí accidentalmente en el negocio de saber más que la persona promedio sobre el olor”, dijo.

Varios años después, una mañana de domingo de junio de 1975, llegó otro momento decisivo.

Esa mañana, McGinley encontró a dos granjeros en la puerta de su casa. La pareja había conducido durante horas a través del estado para pedirle ayuda. Los olores de una planta de procesamiento de animales cercana estaban causando estragos en sus vidas y privándolos del sueño, le dijo la pareja. Sufrían dolores de cabeza y náuseas. Les ardía la garganta. Pero los médicos no les creían. Nadie creía que un olor pudiera estar arruinando sus vidas y su forma de vida.

“Me di cuenta, con ese incidente, que los olores eran más que un simple hedor”, dijo McGinley.

Cuando él y su esposa iniciaron su negocio de calidad del aire en los años ochenta desde la mesa de su cocina, casi todos sus clientes eran plantas de tratamiento de aguas residuales y otros lugares malolientes. Pero se corrió la voz y, con el tiempo, se amplió a sus instalaciones actuales, el antiguo edificio de un banco.

El vestíbulo de su laboratorio y oficina central, St. Croix Sensory, tiene vigas de madera y una gran chimenea de piedra, lo que le da un aire de estación de esquí. El juego de mesa What’s That Smell (“El juego de fiesta que apesta”) está en una de las mesas laterales, al igual que ejemplares de libros como Smellosophy: what the nose tells the mind.

En los últimos años, Mike, quien también es ingeniero químico, ha tomado las riendas del laboratorio y ha ampliado su trabajo de pruebas para empresas de alimentación y bienes de consumo, además de elaborar recetas para grupos de teatro de inmersión y museos.

Para una producción teatral local, creó 22 olores, incluido uno que imitaba el apartamento de una anciana (“perfume y olor a cedro viejo”). Cuando una empresa de detergentes quiso probar el olor de las toallas recién lavadas que antes habían estado mohosas, no podía pasar seis meses esperando a que las toallas se llenaran de moho de forma natural. Así que Mike desarrolló su propio olor a moho.

En agosto, un equipo de asesores de los McGinley, un grupo compuesto casi completamente por mujeres que fue contratado y capacitado para categorizar y describir olores, se reunió en el laboratorio para realizar una prueba para una marca de arena para gatos. Trabajaron en una sala llena de cajas de acero inoxidable, cada una con un pequeño orificio diseñado para las “máscaras nasales”, otro invento de McGinley. Dentro de las cajas había diferentes fórmulas de arena higiénica para gatos y un control (arena normal), todos ellos recién depositados con orina y heces que Mike había conseguido con amigos dueños de felinos.

Las evaluadoras recorrieron las cajas, inhalando profundamente y anotando las características. Después de varias horas, hicieron una pausa para comer y pasaron la tarde oliendo desinfectantes de manos.

“Ahora tengo una conciencia tan diferente” de la presencia de los olores, a menudo inadvertidos, que nos rodean a todos, dijo Erika Schultz, una de las evaluadoras. A veces, cuando abre un paquete o camina por el pasillo de una tienda de comestibles, dijo, nota el olor y piensa en la rueda de olores.

Es precisamente este tipo de conciencia el que McGinley ha intentado inculcar durante el último medio siglo. “Vamos por la vida con el botón de silenciamiento en la nariz”, dijo. “Apaga ese botón de silencio. Escucha con la nariz”.