Redacción
Ciudad de México.-En el corazón de la disputa que está por concluir se encuentra el actor central que es la ciudadanía. El próximo domingo será el día en que, con su voto, los ciudadanos expresarán su sentir sobre el gobierno y su expectativa sobre el futuro. En contraste con otros momentos estelares de la política mexicana, el próximo domingo indudablemente constituye un parteaguas debido a la situación en que el presidente saliente ha colocado al país a través de su estrategia de confrontación y erosión de las instituciones democráticas. Más allá de las personas de las candidatas, la ciudadanía optará hoy por proyectos muy distintos de gobierno y de futuro. Y la gran pregunta es si el país podrá navegar con tranquilidad, certidumbre y armonía hacia un nuevo estadio de desarrollo a partir del próximo primero de octubre.
En el año 2000 los mexicanos enfrentábamos una tesitura similar, pero el contraste con aquel momento es dramático porque entonces el país vivía una especie de luna de miel: un INE recién inaugurado, una economía en condiciones saludables, instituciones que prometían consagrar una nueva era de paz y desarrollo y candidatos que se comportaron como hombres de Estado. El país estaba sumido en una ola de optimismo por el hito de haber roto con una tradición partidista que se había prolongado por siete décadas. Hoy parece remoto aquel idilio, pero no así la oportunidad que ahora enfrenta la ciudadanía.
En las décadas pasadas, el país ha transitado de un sistema político en el que el presidente mandaba (con el solo límite de las negociaciones al interior del viejo sistema) hacia una imperfecta estructura democrática a la que más o menos se apegaron varios presidentes, para ahora acabar en una presidencia virtualmente imperial que hasta se aloja en un palacio. Es claro que el país no consolidó una democracia ni que el pasado era ese mundo paradisiaco que pretende el presidente saliente. Pero también es igualmente claro (y cualquier seguidor razonable del presidente debiera reconocerlo) que los logros del gobierno que ahora concluye son más bien modestos. Independientemente de los objetivos que se pretendían alcanzar, el país de hoy entraña una mayor conflictividad, mayor violencia y menor certidumbre respecto al futuro.
A lo largo del pasado año, las dos candidatas se han presentado ante el electorado, han mostrado sus personalidades, sus preferencias, sus habilidades y sus ideas respecto al futuro. En franco rompimiento con el presidente saliente, ambas coinciden en la imperiosa necesidad de acelerar el ritmo de crecimiento de la economía porque ambas reconocen que esa es la única forma de romper con los círculos viciosos de la pobreza y la desigualdad.
Donde discrepan es en la forma en que cada una de ellas propone enfrentar los males que aquejan al país. Si bien los periodos de campaña se supone que sirven para presentar propuestas hacia el futuro, la verdad es que, en un país tan propenso a los bandazos, a los cambios súbitos y a depender de una sola persona para todo —un salvador o un exterminador— las campañas sólo sirven para que se conozca a las personas y que la ciudadanía decida por quién se la va a jugar.
Y ese es el problema de fondo: que en lugar de contar con un marco institucional que garantice la estabilidad necesaria para el funcionamiento de la vida cotidiana, el mexicano vive de la esperanza por un futuro mejor, dejándole a quien ocupe la silla presidencial la prerrogativa de conducir los asuntos nacionales a su mejor entender. No por casualidad para Karl Popper la pregunta relevante sobre la democracia debía ser: “cómo debe constituirse el Estado de tal suerte que sea posible deshacerse de los malos gobernantes sin derramamiento de sangre, sin violencia.” Algo en esa dirección parecía comenzar a emerger, pero el gobierno actual ha hecho evidente que se trató de una mera fantasía, por lo que esa opción es inexistente y de ahí el riesgo inherente a esta elección.
Claudia Sheinbaum ha puesto las cartas sobre la mesa cuando afirma que hoy se confrontan dos proyectos de gobierno. Ella lo adereza con más calificativos de los necesarios, pero pone el dedo en la llaga: un país controlado desde arriba con un gobierno que impone, controla y decide con base en sus preferencias y los intereses de sus acólitos, o un gobierno que se dedica a crear condiciones para el desarrollo, dejando que sean las personas quienes decidan cómo llevarlo a cabo. La primera propone que se concentre el poder, la segunda porque se disperse. La diferencia es radical y esa es la que la ciudadanía tiene que evaluar.
Los problemas que enfrenta el país son tan obvios que no requieren mayor discusión, pero la forma de encararlos entraña vastas diferencias y consecuencias y esto sí requiere un análisis concienzudo y una amplia socialización tanto en los órganos formales del Estado (especialmente el congreso) como en la sociedad. Poniéndole etiquetas (que inevitablemente simplifican), la pregunta es si el país debe avanzar hacia un esquema tipo chino, obviamente en el contexto cultural mexicano, con una economía impulsada por el gobierno y una sociedad sometida, o un esquema liberal en el que se legisla para hacer valer regulaciones y leyes que hagan posible tanto el desarrollo económico como la libertad de los ciudadanos.
Con información de México Evalúa