Marisol Gámez
“¡Apaga eso! ¡Cancelaré el estreno!” Gritó con furia el director en la oscuridad del cine. Se dio un puñetazo en la rodilla. La película no es ni la caricatura de lo que tuvo en mente antes de la filmación. “La actuación es pésima, la crítica nos hará pedazos” dijo de camino a la salida. “Esta película no me colocará en ninguna terna”. Se torturó rumbo a su coche. Mientras avanzaba, un olor a humo de cigarro lo distrajo, seguido, escuchó el eco de unos pasos detrás de los suyos.
El director observó alrededor, pero no encontró a nadie. Contempló el callejón, los negocios cerrados, los charcos reflejando las luces neón se oponían a la opacidad del cielo. Su indefensión bajo esa lluvia incipiente le regalaba, tardía, la escenografía perfecta. “¡Qué irónico!” Sonrió. Hubiera sido ideal para la escena final, en la que Sara, la protagonista es acribillada en el callejón. “¿Acaso era tan difícil?” Reclamó otra vez, siguió su trayecto. Entonces, volvió a escuchar que el eco de los pasos se le acercaban, se detuvo, estaba nervioso, pero iba solo, temer era absurdo, siguió andando sin volver la cara. De pronto, el filo de un cuchillo le atravesó los pulmones haciéndolo caer.
Miró de costado, reconoció los tacones de su agresora, recordó los insultos que le propinó a su dueña: “¡Corte! Veinte veces y no lo logras. ¡Eres una estúpida! ¡Idiota!” “¡El perro actúa mejor que tú! Pon atención, antes de morir, mira a tu asesina a los ojos. Quiero que tu rostro le diga que no te sorprende su furia, su reacción, pero a pesar de todo, la perdonas. Que la expresión de tu rostro la hunda en la culpa. ¿Entiendes? Ahora, repite la escena”.
—¡Sara! —dijo el director con un hilo de voz.
La mujer con cuchillo en mano se acercó altiva. El director la miró, sus ojos no mostraban extrañeza, le sonrió con suavidad.
—Mira mi rostro —volvió a hablar—, obsérvalo bien. Era así, Sara, era así.