NYT
El Picasso, como dice el dicho, se había caído del camión. Desapareció de una plataforma de carga del Aeropuerto Internacional Logan de Boston y acabó donde no debía, en la modesta casa de un tal Merrill Rummel, también conocido como Bill.
Para ser justos, este operador de montacargas no tenía ni idea de que la caja que metió en el maletero de su carro contenía un Picasso hasta que la abrió. Para ser justos, no le importaba mucho; prefería el realismo.
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Pero ahora la cosa se había puesto seria. Los agentes del FBI andaban tras la pista de un Picasso que no estaba a disposición del público, ya que estaba escondido en el armario del pasillo de Rummel. A él y a su prometida, Sam, empezó a entrarles el pánico.
“¿Cómo nos deshacemos de él?”, Sam recuerda haber pensado. “No podíamos devolverlo sin más. Era un dolor de cabeza”.
Por fortuna, Rummel conocía a un tipo. Alguien especialmente hábil para hacer que los problemas se esfumaran. Un solucionador.
Marcó un número que se sabía de memoria.
El caso del Picasso desaparecido, que por primera vez se revela aquí, se remonta al pasado. Antes del mucho más conocido robo de 13 obras de arte del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston en 1990. En cierto sentido, antes de que Picasso pintara la obra en cuestión.
Era la década de 1950 en Waterville, Maine, donde los Rummel —Bill y su hermano menor, Whit— ponían a prueba la tolerancia yanqui de su ciudad natal. Si uno saqueaba parquímetros para su colección de monedas, el otro hurtaba bolígrafos de Woolworth’s. Si uno robaba radios de automóviles chatarra, el otro corría con su auto de forma tan temeraria que parecía destinado al depósito de chatarra.
Pero su padre, Whitcomb Rummel Sr., siempre lograba calmar a la agraviada fuerza pública asegurándole que él se encargaría. Y así fue: cuando Whit —conocido en la familia como “Half-Whit” (es decir, medio tonto)— tenía 12 años fue sorprendido robando en Woolworth’s; su padre le prohibió entrar en cualquier tienda durante un año.
“Ni siquiera a la tienda de la esquina por una Coca-Cola”, recuerda el hijo, que ahora tiene 76 años. “Esto significaba que mi madre tenía que llevar ropa al auto para que yo pudiera probarme pantalones porque no podía entrar en la tienda”.
Ninguno de los hijos se atrevía a llevarle la contraria a su padre. “Lo sabía todo, lo veía todo y lo oía todo”, dijo Whit Rummel.
Rummel padre nunca hablaba de su propia infancia, quiza era un recuerdo demasiado doloroso. Su madre murió de gripe cuando tenía 9 años, tras lo cual su padre lo mandó a vivir con una tía reacia al afecto. “No se reconectó con su padre hasta después de la secundaria”, dice Whit Rummel.
Fue a la universidad, trabajó como actor, se casó, sirvió con los “Seabeas” de la Marina en África durante la Segunda Guerra Mundial y se trasladó a Waterville, donde compró e hizo muy famoso un puesto de helados. Sus postres congelados se convirtieron en una de las delicias locales favoritas, disponibles en el mercado Gustafson’s, el restaurante Chicken Coop, Bea’s Candy Kitchen e incluso en Mid-State Motors, donde la compra de gasolina venía acompañada de medio litro de Rummel’s.
El hombre detrás de la marca era igual de omnipresente, líder de la Cámara de Comercio, mandamás en el club Kiwanis y alta autoridad de los Shriners, una sociedad masónica. Donó un marcador al gimnasio municipal, regaló a la policía un pastor alemán adiestrado, patrocinó un equipo de béisbol semiprofesional y daba banana splits a los niños por su espíritu cívico, sus éxitos académicos o simplemente por ser niños.
En casa era un padre peculiar, a veces divertido e incluso alocado, pero a menudo severo. “Nunca nos abrazaba”, dijo Whit Rummel.
Para alivio de Waterville, los chicos Rummel se marcharon. Whit estudió en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans. Bill sirvió con la Guardia Costera en Míchigan, donde se enamoró de una camarera de una bolera cuyos clientes solían gritar “Tócala otra vez, Sam”, tan a menudo, que su nombre de pila, Evelyn, fue olvidado.
Cuando terminó su servicio en la Guardia Costera en 1968, Bill se unió a Emery Air Freight, que en ese entonces era la mayor aerolínea de carga del país. Trabajaba por las noches en la plataforma de carga de la compañía en el aeropuerto de Logan donde, a principios de 1969, llegó una caja procedente de París.
Adentro había un Picasso: “Retrato de mujer y mosquetero”.
A Pablo Picasso, que en ese entonces estaba llegando a los 90 años, le intrigaba el mosquetero como evocador de los maestros clásicos, especialmente Rembrandt, y volvía una y otra vez sobre el tema. “Era la idée fixe de su obra tardía”, afirma Pepe Karmel, profesor de historia del arte en la Universidad de Nueva York. “Creo que se preguntaba: ‘¿Dónde se ubica mi arte en relación con los maestros clásicos?’”.
El cuadro, terminado en 1967, iba a ser enviado desde Boston a una galería de Milwaukee propiedad de Irving Luntz. Su hijo, Holden Luntz, recuerda que su difunto padre le compró la obra a Daniel-Henry Kahnweiler, un destacado marchante de París conocido por abanderar a Picasso. Luntz dice que, como las negociaciones sucedieron el día del cumpleaños número 40 de su padre, Kahnweiler accedió a vender la obra por 40.000 dólares.
“Un gesto de generosidad”, dijo Luntz, quien es el dueño de una galería de fotografía en Palm Beach, Florida.
Pero el Picasso nunca llegó a Milwaukee. Un ansioso Irving Luntz se puso en contacto con Emery para quejarse, pero la compañía de carga tenía su propio problema con lo que llegó a conocerse en Nueva Inglaterra como la tormenta de las 100 horas.
La prolongada nevada de finales de febrero paralizó Boston, incluido el aeropuerto, donde más de medio metro de nieve interrumpió los vuelos de pasajeros y las entregas de mercancías. Grandes contenedores llenaban la pista, mientras que cajas y paquetes atascaban las plataformas.
“Nuestra plataforma era un desastre”, dijo Bill Rummel en una entrevista de 2007 con Ira Glass para un episodio del programa de radio This American Life que finalmente se archivó.
Con las cajas de salida en la parte delantera y las de entrada en la trasera, los ejecutivos de Emery exigieron la limpieza de la plataforma. Rummel dijo que, bajo presión, su supervisor señaló una caja a la que le faltaba una etiqueta y le dijo: llévatela cuando te vayas a casa esta noche.
Cabe señalar que, según Rummel, este supervisor fue despedido más tarde. Por robar.
Rummel metió la caja en el maletero de su Chevy Impala de 1962 y, unos días después, la arrastró hasta la mitad de una casa de dos pisos en Medford, Massachusetts. La abrió con un martillo y descubrió que ahora estaba en posesión de un Picasso.
Su arte lo decepcionó, le dijo a Glass. “No es, por decir, un Wyeth”.
Rummel llamó a su prometida, Sam. Ella, que ahora tiene 79 años, recuerda que le dijo: “Nunca adivinarás lo que tengo”. Y luego agregó: “¡Un Picasso!”.
“¿Qué, estás borracho?”, le preguntó.
Ella regresó a su casa y encontró una gran caja apoyada en la pared.
“¿Quieres verlo?”, preguntó él.
“Ni hablar”, respondió ella.
La pareja escondió la caja en el armario debajo de la escalera. “Metimos esa cosa muy al fondo y luego pusimos cosas delante”, dijo Sam Rummel. “Nunca hablamos de eso”.
Pero alguien sí estaba hablando de eso: Irving Luntz, el galerista de Milwaukee. Tras semanas sin el Picasso, se puso en contacto con el FBI, que empezó a husmear en el aeropuerto Logan. Eso inquietó a cierta pareja de prometidos de Medford.
“¿Preocupados? ¿Es broma?”, dijo Sam Rummel. “Éramos jóvenes. No queríamos ir a la cárcel”.
Sin saber qué hacer, Bill Rummel llamó a su hermano, Whit, más entendido en arte. Una vez había arrancado una fotografía de un Picasso de un libro de la biblioteca para colgarla en su dormitorio.
En efecto, la primera pregunta de Whit fue: ¿llamaste al solucionador?
Por supuesto, se refería a su papá.
Rummel padre escuchó el aprieto de su hijo mayor y luego ofreció dos opciones con toda la calma de un heladero que pregunta: ¿crema batida o caramelo caliente?
1. Podían enterrar el Picasso en los cimientos de un restaurante de Waterville que su padre estaba reformando y del que era copropietario (su nombre, The Silent Woman, la mujer silenciosa, parecía apropiado). Lo desenterrarían unos 30 años después y podrían venderlo por una pequeña fortuna.
2. Devolverlo.
Cuando Bill Rummel le preguntó a su padre qué pensaba que debía hacer, el mayor de los Rummel le dijo que era una decisión que tenía que tomar por sí mismo.
“Así que le dije: ‘Lo devuelvo’”, contó el hijo a Glass. “Y él dijo: ‘Te voy a ayudar’”.
Rummel padre telefoneó a Whit a Nueva Orleans y le dio instrucciones detalladas para una nota manuscrita que no pudiera ser rastreada. Utiliza papel de carta de lujo. Como eres zurdo, escríbela con la mano derecha. Y como estás estudiando escritura creativa, haz que suene artística. Luego envíala por correo aéreo a tu hermano en Medford.
Mientras tanto, el FBI ejercía presión emitiendo un boletín a las agencias policiales en todo el noreste. Picasso robado del aeropuerto Logan. Estén atentos.
Días después, el rey del helado de Waterville llegó a Medford con su esposa, Ann, una gabardina nueva y un plan. Untó el embalaje y la caja del cuadro con vaselina, por razones que a su hijo se le escapaban. Adjuntó la nota manuscrita. Se puso la gabardina, un sombrero de ala ancha y guantes. Hora de irse.
Tres años después de esta aventura, Whitcomb Rummel moriría repentinamente a los 63 años; en su honor, su restaurante permanecería cerrado hasta la hora punta de los helados. Su hijo Bill pasaría los siguientes 30 años con Emery, ascendiendo a director regional antes de jubilarse a Carolina del Sur y morir, a los 71 años, en 2015.
Pero ese 1 de abril de 1969, en Boston, padre e hijo compartieron un momento inolvidable: llevaban un Picasso robado en un Chevy Impala.
Bill Rummel, con una gorra tejida negra y gafas de sol, condujo hasta Boston y, por indicación de su padre, estacionó en Huntington Avenue. Su padre se bajó y se llevó la caja unos cuantos metros por delante.
Rummel padre cargó el cuadro en un taxi, entregó al conductor un billete de 20 dólares y le dijo que entregara el paquete en el Museo de Bellas Artes, al final de la avenida. Volvió al carro de su hijo y, en el trayecto de vuelta a Medford, tiró el abrigo, el sombrero y los guantes en botes de basura separados.
Los servicios de noticias no tardaron en difundir fotografías de Perry T. Rathbone, el apreciado director del museo, posando con el Picasso recuperado, valorado en unos 75.000 dólares, y con una misteriosa nota manuscrita que decía:
“Por favor, acepte esto para remplazar en parte algunos de los cuadros sustraídos de museos de todo el país”.
Estaba firmada por “Robbin’ Hood.”
Luntz, el galerista de Milwaukee, declaró a una cadena de televisión que estaba “absolutamente loco de alegría y encantado de recuperar este cuadro”. Y sí, dijo, los posibles compradores estaban haciendo fila.
Unos días más tarde, en la plataforma de carga de Emery en Logan, el jefe de Bill Rummel lo llamó y le indicó una caja en medio del suelo, que iba con destino a Milwaukee.
La encontraron, dijo su jefe.
“Ah”, respondió Rummel.
Whit Rummel, también conocido como Robbin’ Hood, es director de cine en Chapel Hill, Carolina del Norte. Durante mucho tiempo pensó que la historia de su familia con el Picasso daba para una película, y guardó todos los recortes de prensa como prueba de una historia que durante décadas no pudo contarse. Pero detectó un posible agujero en la trama:
¿Dónde fue a parar el Picasso?
Hace un par de años contrató a Monica Boyer, editora y escritora financiera, para que le siguiera la pista. Ella no pudo encontrar ninguna mención de la obra en los registros de las casas de subastas ni en varias bases de datos sobre Picasso y, por supuesto, el artista había creado muchos cuadros de temática mosquetera.
Aun así, recurriendo a algunas pistas —Milwaukee, por ejemplo—, encontró un catálogo de una exposición de 1971 titulada Picasso en Milwaukee. Entre las obras expuestas: “Retrato de mujer y mosquetero”, cortesía de Sidney y Dorothy Kohl.
Sidney Kohl, de 92 años y residente en Palm Beach, Florida, es miembro de la familia que está detrás de la cadena de grandes almacenes Kohl’s. Es un promotor inmobiliario, inversor y coleccionista de arte extremadamente rico; en 2012, ocho piezas de la colección del matrimonio Kohl se vendieron en una subasta por 101 millones de dólares.
Esa venta no incluyó el Picasso, y los Kohl no respondieron a varias peticiones para confirmar que el cuadro —sin duda valorado en millones de dólares— sigue en su colección privada.
Dondequiera que esté, esta obra del artista más célebre del siglo XX sigue tan protegida de la vista pública como si hubiera permanecido oculta en el armario del pasillo de un operador de montacargas. Pero ese trabajador al menos trató de devolverla al mundo, con algo de ayuda, por supuesto, del rey del helado de Waterville, Maine.