La política del agotamiento: El arte de manipular a una sociedad cansada

Miguel Ángel Juárez Frías

Los gobiernos prefieren mendigos,pues el hambre acalla las preguntas.Y si alguno osa cuestionar,lo envían a la escuela,donde no le enseñan a pensar,sino a obedecer sin titubear o le enseñan la autoexplotación como el camino del éxito.

La política, en su mejor versión, debería ser el espacio donde las ideas se confrontan para construir una mejor sociedad. Sin embargo, la conversación pública ha dejado de girar en torno a propuestas y soluciones. Ahora se trata de identidades impuestas: chairos contra fifísconservadores contra progresistas,traidores contra patriotas. No es un intento por describir la realidad, sino por simplificarla hasta el absurdo, convirtiéndola en un arma de descalificación.

Se ha instalado la idea de que quien no está de un lado, forzosamente pertenece al otro. En este juego de trincheras, la verdadera política – esa que debería atender los problemas reales de la gente – se convierte en un espectáculo de polarización. Mientras tanto, la ciudadanía queda reducida a una audiencia pasiva, aplaudiendo o abucheando según el guion preestablecido.

Esta estrategia no es nueva. La historia nos ha mostrado que los gobiernos, sin importar su ideología, han buscado moldear una ciudadanía obediente. Para algunos, la mejor sociedad es aquella que no cuestiona, que consume narrativas sin titubear y que cree en líderes infalibles. En ese esquema, el pensamiento crítico es un estorbo y la educación deja de ser una herramienta de liberación para convertirse en un mecanismo de control.

Cuando los ciudadanos son tratados como menores de edad a quienes se les dice qué pensar y cómo votar, la democracia se convierte en una ilusión. En ese escenario, las elecciones dejan de ser un ejercicio de deliberación para convertirse en un plebiscito entre el “bien” y el “mal”, donde cada tribu, cada clan – o eufemísticamente, cada “grupo político”, incluidos sus “ismos” – se autoproclama como el único dueño de la verdad.

Sin embargo, la obediencia ya no es suficiente. Hoy, la ciudadanía no solo es adoctrinada para acatar órdenes, sino que también es empujada a un nuevo tipo de sometimiento: la autoexplotación voluntaria. Como lo plantea Han en La sociedad del cansancio, hemos pasado de una sociedad disciplinaria a una sociedad del rendimiento. Ya no es el poder el que nos impone la carga, somos nosotros mismos quienes nos exigimos cada vez más, bajo la falsa idea de que estamos ejerciendo nuestra libertad.

En esta nueva estructura, la política ya no se limita a encasillar a la ciudadanía en bandos irreconciliables, sino que también la convierte en un sujeto que se explota a sí mismo. La hiperactividad en redes sociales, la necesidad de estar informado y de opinar sobre todo, la urgencia de demostrar compromiso político constante son síntomas de una democracia del agotamiento. Creemos que participamos libremente, pero en realidad nos estamos sometiendo a una exigencia incesante de producción política, de presencia digital, de activismo permanente.

El ciudadano hiperconectado es, en muchos casos, un trabajador incansable de su propia identidad pública. Se autoexplota como el influencer que no puede dejar de publicar para no perder relevancia, como el freelance que se enorgullece de no tener horarios, como el estudiante que cree que nunca es suficiente. En política, este fenómeno se traduce en la necesidad de tomar postura constantemente, de demostrar que se está del lado “correcto”, de no permitir el silencio o la reflexión pausada.

En este nuevo modelo de control, ya no se necesita una figura autoritaria que imponga obediencia. La ciudadanía se vigila a sí misma, se presiona a opinar, se siente culpable por no estar lo suficientemente informada o por no participar lo suficiente. La polarización política no solo divide, sino que también esclaviza a la sociedad en una dinámica de producción infinita de discursos, de consumo constante de noticias, de ansiedad por estar al día en cada debate.

Esta participación inagotable, que creemos libertad, es en realidad una nueva forma de servidumbre autoimpuesta. Si antes la educación disciplinaba para la obediencia, hoy la cultura del rendimiento convierte la sobreexigencia en virtud. Y el resultado es el mismo: una ciudadanía fatigada, sin tiempo para el pensamiento crítico, incapaz de desconectarse del frenesí de la confrontación.

Mientras la ciudadanía cree que está ejerciendo su libertad al debatir y opinar sin descanso, el sistema político encuentra en esta hiperactividad una forma eficiente de manipulación: una sociedad polarizada y cansada es más fácil de dirigir.

Han sugiere que la resistencia a este modelo no está en una mayor participación, sino en la recuperación del ocio y la contemplación. No todo debe ser productivo, no toda opinión debe ser inmediata, no toda acción política debe ser constante. La política necesita también de espacios de pausa, de reflexión profunda, de silencio. Necesita que volvamos a pensar antes de reaccionar.

En Aguascalientes, debemos hablarnos entre todos. Debemos trascender la política de la confrontación vacía y recuperar la política de la responsabilidad y la construcción. La pregunta no es quién grita, descalifica, injuria y ofende más fuerte, sino qué proyectos son realmente viables y qué liderazgos están dispuestos a dialogar en lugar de dividir y de imponer. 

Como lo he señalado, ni quienes llegan al poder fracturando a la sociedad, ni quienes lo retienen confiando en el miedo al adversario, pueden ofrecer un futuro sostenible. La política necesita un regreso a lo esencial: el respeto a la inteligencia de los ciudadanos, la capacidad de construir acuerdos y el reconocimiento de que el cambio real no nace del fanatismo, sino del entendimiento y la cooperación.

Es momento de abandonar la comodidad de las etiquetas y asumir la complejidad del pensamiento crítico, la razón y el sentido común. Es tiempo de revalidar el diálogo como herramienta de transformación y entender que el valor de la ciudadanía radica, precisamente, en su capacidad de desafiar a quienes intentan reducir la democracia a una simple batalla de eslóganes.

Debemos repensarnos. Aunque parezca una reflexión nostálgica o un ideal romántico frente a la cruda realidad del consumismo que somete a la comunidad a sus “necesidades”, es urgente que todos los actores comprendan su papel. Porque el abandono social como clientela permanente solo conduce a un destino inevitable: el colapso – y no el del Mayo –. 

Si la política sigue siendo una disputa por el control de una sociedad dividida, el desenlace será el colapso de la gobernabilidad. Todavía estamos a tiempo de romper con la inercia de la confrontación y recuperar el verdadero sentido de la ciudadanía.

Porque la democracia es el derecho – y la responsabilidad – de una sociedad que se reconoce en su pluralidad y que entiende que el verdadero poder no está en quienes gobiernan, sino en quienes deciden dejar de ser espectadores para convertirse en protagonistas de su propio destino.

Es tiempo de reconstruir la política desde la razón, la dignidad y el diálogo. Porque, al final, el futuro de Aguascalientes y de México no lo definirán quienes buscan dividir o imponer, sino aquellos que decidan construir con conciencia y responsabilidad.

La política del agotamiento no es un destino inevitable, sino una elección. Podemos seguir consumiendo narrativas polarizantes y autoexplotándonos en busca de validación, o podemos elegir parar, reflexionar y construir algo mejor. La pregunta no es si el sistema cambiará, sino si estamos dispuestos a cambiar nosotros primero.