Miguel Ángel Juárez Frías
La propaganda de guerra y la repetición como estrategia
Ciudad de México.- “La propaganda debe ser dirigida a las masas y adaptarse a su nivel de comprensión… Una propaganda efectiva se basa en la repetición constante de unos pocos puntos esenciales.” Adolf Hitler en Mi Lucha.
La referencia al Führer no se trata de una comparación antojadiza. La historia nos ha mostrado que la repetición de ideas simplificadas y dirigidas emocionalmente no es exclusiva de un régimen o de una época, sino una herramienta universal del poder. Cuantas más veces se repite una mentira, más fácil es aceptarla como verdad. Y cuando la propaganda se convierte en la única voz permitida, el pensamiento crítico se convierte en el enemigo.
Estas líneas surgen como una reflexión ante las estrategias de comunicación y la búsqueda de una comprensión colectiva, no se trata de negar los aciertos del gobierno ni de descalificar sin sentido, sino contra la comodidad de repetir sin cuestionar. No se trata de negar que hay quienes creen genuinamente en el proyecto de gobierno, como tampoco se puede ignorar que muchos otros han encontrado en la crítica un ejercicio de oposición vacía. Pero más allá de bandos, lo preocupante es cómo el lenguaje ha sido transformado en un escudo contra la razón.
Escuchar las mañaneras es un reto más que intelectual, es emocional. La estrategia está claramente planteada: son años con la misma metodología. No cambia el guión, solo cambió el personaje. El discurso gubernamental se ha convertido en un eco interminable donde la realidad se diluye entre verdades a medias y distorsiones calculadas. Lo que debería ser un ejercicio de información hoy se mantiene como un monólogo propagandístico.
Desde que se instaló el poder, el esquema ha sido el mismo: fabricar un enemigo, polarizar a la sociedad, desacreditar cualquier oposición y controlar la narrativa pública. La dicotomía simplista de “buenos contra malos”, “pueblo contra élite” ha sido la base de un discurso que no informa, sino que adoctrina. En esta ecuación, la realidad es una molestia que debe ser negada, minimizada o, en su defecto, reinterpretada a conveniencia.
El lenguaje es el vehículo más poderoso de la política. No se trata solo de lo que se dice, sino de cómo se dice y cuántas veces se repite. Frases como ‘neoliberales corruptos’, ‘pueblo bueno’, ‘medios vendidos’, o ‘traidores a la patria’ no son simples calificativos, son armas de construcción simbólica que, con el tiempo, dejan de ser eslóganes para convertirse en una realidad percibida. Y en política, lo que se percibe muchas veces pesa más que lo que es.
Pero la realidad se impone. Las cifras de violencia, los homicidios que ya no caben en las notas rojas, las fórmulas económicas fallidas, la corrupción que no solo persiste, sino que se protege desde las cúpulas del poder. Frente a esto, el gobierno responde con negación sistemática y ataques a quienes se atreven a cuestionar su versión de los hechos.
Para que el discurso oficial funcione, es indispensable la existencia de un adversario constante. Ya sea el “neoliberalismo”, los “conservadores”, los “traidores a la patria”, el “periodismo corrupto”, el “pasado ominoso”. Los nombres cambian, pero el mecanismo es el mismo. Se personalizan los ataques, se busca deslegitimar al crítico antes que rebatir sus argumentos. Se le ridiculiza, se le expone al escarnio público, se le convierte en objeto de odio y burla.
Ejemplos sobran: periodistas que han sido convertidos en villanos mediáticos por exponer realidades incómodas, analistas etiquetados de “fifís” por no aplaudir ciegamente, opositores tratados como “enemigos del pueblo”. En esta lógica, la razón se anula y el debate se reduce a una competencia de lealtades ciegas.
El problema de este discurso no es solo político, es social. Ha fracturado la convivencia, ha convertido la discusión pública en una arena de ataques personales y descalificaciones. Pero más grave aún, ha instalado la idea de que reconocer problemas es equivalente a traicionar al gobierno. Así, mientras se niega la crisis de seguridad, los ciudadanos siguen cayendo víctimas del crimen. Mientras se minimiza la corrupción, los contratos millonarios se reparten entre aliados. Mientras se desprestigia a la oposición, se desmantelan contrapesos democráticos.
Parece que el objetivo no es gobernar para todos, sino convencer a su base de que el caos es un invento de los adversarios, que los problemas no existen o, si existen, son culpa de otros. No se trata de asumir responsabilidad, sino de proteger la narrativa.
México no es sólo los 33 millones que votaron por Morena. Somos un país de más de 120 millones de habitantes que enfrentamos problemas cotidianos que no se resuelven con discursos ni descalificaciones. No podemos seguir normalizando la manipulación del lenguaje, el cinismo gubernamental y la negación de lo evidente.
La exigencia debe ser clara: que el gobierno asuma una posición responsable, que atienda la realidad sin pretextos, que comprenda que gobernar es para todos, no solo para sus votantes.
Ser crítico no es ser traidor. Exigir resultados no es ser “conservador”. La democracia no se sostiene con propaganda ni con mentiras disfrazadas de verdades oficiales. Se sostiene con hechos, con rendición de cuentas y con ciudadanos que se niegan a ser manipulados.
Es momento de decir basta. Nos leemos en la siguiente.