John Ackerman/ La Jornada
Ciudad de México.- Hoy se cumplen seis meses del brutal y cobarde asalto al pueblo mixteco por la policía estatal, la policía federal y la Gendarmería, el 19 de junio de 2016, en el cual murieron ocho y fueron heridos de bala más de 100 indígenas en el pueblo de Nochixtlán, Oaxaca. Hasta la fecha, ni un solo agente o mando ha sido castigado por su responsabilidad en este evidente crimen de Estado. Con esta enorme huella de impunidad se busca mandar el mensaje de que el gobierno puede matar y reprimir a su antojo en México.
Pero las víctimas se niegan a rendirse. Están decididos a luchar hasta el final para lograr un castigo ejemplar para los responsables, así como justicia para los caídos. Saben que su lucha no es solamente en defensa de su dignidad, sino también por el derecho de todos los mexicanos a defender su territorio, su cultura y su historia en el futuro.
Si permitimos que una nube de silencio cómplice recubra este caso como ha ocurrido en otros casos recientes: Ayotzinapa, Tlatlaya, Apatzingán, Ostula y Tanhuato, podemos estar seguros de que cada día habrá más desaparecidos y masacrados en México. Cada vez que las autoridades logran imponer su verdad histórica
, el pueblo pierde su control sobre su propio devenir histórico y por lo tanto su capacidad de resistencia, de organización y de poder transformador.
La responsabilidad directa de las fuerzas del Estado es aún más transparente en el caso de Nochixtlán que en el de Ayotzinapa. Con toda alevosía y premeditación, el entonces gobernador Gabino Cué, junto con Miguel Ángel Osorio Chong, buscó acabar de una vez por todas con el levantamiento magisterial e infundir miedo en la población. Aquel domingo de plaza y Día del Padre, las fuerzas del Estado demostraron que no tienen vergüenza ni moral de ningún tipo.
Desde muy temprano, los cientos de policías fuertemente armados lograron desalojar rápidamente el bloqueo carretero organizado por maestros de la sección 22 de la CNTE y organizaciones sociales afines en protesta por la reforma educativa
privatizadora y neoliberal. En menos de media hora y sin mayor resistencia de parte de los manifestantes, quienes habían acordado un repliegue estratégico, ya se había restablecido el flujo normal de tránsito.
Pero ello no bastaba. La misión no fue simplemente desalojar, sino también escarmentar. Así que las fuerzas del Estado emprendieron un ataque brutal directamente en contra del pueblo.
De acuerdo con los testimonios de las víctimas, los policías actuaron como si pertenecieran a un ejército extranjero invadiendo territorio enemigo. Empezaron a volar balas por doquier, destrozando cuerpos, caras, piernas y vidas sin ninguna lógica más allá de sembrar terror. Los policías también lanzaron gases lacrimógenos, desde aire y tierra, generando un caos generalizado, así como graves riesgos a la salud tanto para quienes recibían atención médica en la clínica de Nochixtlán, como para los niños resguardados en el campamento 20 de noviembre que se ubica al lado de la carretera federal.
Los gritos indignados, la sangre inocente y la confusión generalizada se parecían mucho a lo que ocurrió aquel fatídico 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Desde las más altas esferas del Estado y probablemente con conocimiento y participación directa de la embajada de Estados Unidos, alguien había dado la orden de acabar con la resistencia social utilizando toda la fuerza de las armas y la violencia de Estado.
Tal como ocurrió en 1968, y también más recientemente en el caso de Ayotzinapa, las autoridades ahora buscan cubrir las huellas de este crimen de lesa humanidad manipulando evidencias, amenazando testigos y encubriendo a los responsables. Por ejemplo, la Comisión Especial del Congreso, dirigida por Mariana Gómez del Campo, prima de Margarita Zavala, concluyó a finales de agosto que lo que había ocurrido el 19 de junio fue un enfrentamiento
entre maestros y policías. Ambos lados del conflicto tendrían entonces la misma responsabilidad.
Esta teoría no tiene ni pies ni cabeza. No hubo un solo disparo con arma de fuego de la población en contra de los policías. La media docena de policías que sufrieron heridas leves como resultado de la justa autodefensa del pueblo con palas y cohetones simplemente no se compara con el letal arsenal desahogado por los policías en contra del pueblo inerme de Nochixtlán.
Hace unos días, quien escribe estas líneas y doña Elena Poniatowska tuvimos el honor de haber sido convocados por el comité de víctimas de Nochixtlán para escuchar sus testimonios y explorar juntos estrategias para lograr justicia. Dialogamos con jóvenes con balas todavía enterradas en el cuerpo, con padres que no podían dejar de llorar la pérdida de sus hijos y con pobladores que nos relataron con lujo de detalles los acontecimientos. Nos comentaron que existen decenas de horas de material audiovisual y cientos de fotografías que todavía no se han divulgado públicamente por miedo a represalias de las autoridades.
El caso Nochixtlán, sin duda, llegará tanto a la Corte Interamericana de Derechos Humanos como a la Corte Penal Internacional. Si el actual procurador, Raúl Cervantes, quiere evitar futuros juicios, tanto legales como históricos, en su contra, tendría que romper de manera tajante con las prácticas de simulación y complicidad de sus antecesores en el cargo.