Redacción
Cambiar de trabajo poco tiene que ver con, por ejemplo, empezar a practicar submarinismo, pero, si lo piensas, ambas acciones tienen algo en común. Se trata de desafíos que tal vez tengas que encarar en un momento de tu vida. En los dos casos, el cerebro pone en marcha una compleja red neuronal para afrontar el nuevo reto, una sofisticada maquinaria de la que la neurociencia cada vez va conociendo más información. “En el momento en que tomamos la decisión de cambiar de trabajo, el cerebro evalúa las recompensas a corto plazo frente a las posibles pérdidas a largo plazo”, comenta Manuela Costa, investigadora de neurociencia cognitiva en el Centro de Tecnología Biomédica, con sede en Madrid.
Antes de decidir, en la mente se produce un equilibrio entre el componente emocional y el racional. Cada uno de ellos está relacionado con diferentes áreas encefálicas. En el caso de las emociones, la voz cantante la lleva el sistema límbico, mientras que la parte más racional la dirige la corteza prefrontal.
Dentro del sistema límbico, la amígdala es una estructura compleja que tiene un papel fundamental: “Es el archivo emocional, tanto de las emociones positivas, caso de la alegría y la felicidad, como del miedo y la reacción de lucha y huida”, explica José Antonio Portellano Pérez, neuropsicólogo y profesor en el Departamento de Psicobiología y Metodología en Ciencias del Comportamiento de la Universidad Complutense de Madrid.
Volviendo al ejemplo del cambio de puesto de trabajo, si lo has hecho en otras ocasiones y el resultado ha sido satisfactorio, la amígdala habrá archivado esa acción como una emoción positiva. Si sopesas volver a cambiar de empresa, esta pequeña área cerebral, del tamaño de una almendra, te impulsará a hacerlo, pues tuviste éxito la vez anterior. En el caso de que el cambio laboral precedente no cumpliera con tus expectativas, Pepito Grillo te recordará que la experiencia anterior no fue buena y hará que tomes la decisión con cautela.
En esta toma de decisiones entra en escena otro actor, el núcleo accumbens, que también tiene que ver con la parte emocional, puesto que se relaciona con la recompensa que esperamos obtener si aceptamos el reto. “Hay indicios de que el núcleo accumbens no solo contribuye a saborear la recompensa, sino que nos lleva a buscarla con más ahínco”, afirma Macià Buades-Rotger, del Departamento de Neurología de la Universidad de Lübeck (Alemania) y en la actualidad investigador en el Instituto Donders, de la Universidad de Radboud (Holanda).
El científico no comparte la etiqueta centro del placer que se suele otorgar a esta región, puesto que no solo se activa al recibir una recompensa, sino también cuando la anticipamos. Eso puede ocurrir ante cualquier reto positivo que tengamos por delante, como el mencionado cambio de trabajo o una cita romántica. A veces, en cambio, los desafíos no son ni positivos ni placenteros y los vemos como una amenaza, en lugar de como un reto que superar. Aunque en ambos casos se pongan en marcha casi las mismas áreas cerebrales, hay algunas diferencias.
En un estudio publicado en la revista eNeuro, 36 mujeres practicaron un juego interactivo en el que tenían que evitar o enfrentarse a un oponente. Buades-Rotger y el resto de científicos analizaron, con resonancias magnéticas funcionales, cuál era la base neuronal tanto de las respuestas agresivas como de las que evitaban la amenaza por parte de las participantes.
“Cuando decidían afrontarlo, se activaba la corteza orbitofrontal; mientras que si preferían evitarlo se activaba la amígdala. Además, cuando habían decidido hacerle frente y la amenaza era inminente, se activaba el mesencéfalo”, resume el investigador. Esta estructura superior del tronco del encéfalo es la que inicia la respuesta fisiológica y motora para afrontar el peligro.
En cualquier caso, no todas las personas responden igual ante las amenazas, porque incluso algo negativo para unos puede ser visto de forma menos grave por otros. Ana Belén Calvo, directora del máster universitario en Psicología General Sanitaria de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), pone como ejemplo los temidos exámenes. Aunque sea el mismo estímulo para todos los alumnos, quienes no hayan estudiado o suspendieran en pruebas anteriores los afrontarán de manera diferente que aquellos estudiantes que repasan cada día y tienen buenas calificaciones previas.
En ambos perfiles, además del sistema nervioso, el sistema endocrino tiene un papel importante. “Cuando evaluamos una situación como amenazante o estresante, nuestro cuerpo reacciona segregando una hormona llamada cortisol”, señala Calvo. La también conocida como hidrocortisona está muy relacionada con el estrés y, en un primer momento, al generarla ante situaciones amenazantes, produce un estado de activación frente a ese estímulo que nos permitiría, por ejemplo, huir. Sin embargo, si se sostiene en el tiempo, resulta perjudicial.
Aquí conviene diferenciar entre el estrés positivo o eustrés– y el negativo o distrés. El primero es beneficioso y aparece cuando tenemos por delante un reto que nos motiva. Por el contrario, el distrés puede alargarse en el tiempo y llegar a causar problemas mentales y físicos, como ansiedad, aumento de la presión arterial e insomnio.
“El estrés es un proceso que comienza cuando una persona valora como amenazante una situación e inicia una evaluación cognitiva sobre cómo enfrentarse a ella”, aclara Calvo. Solo cuando la situación desborda la capacidad de control de esa persona se producen consecuencias negativas, y es lo que se denomina, en el campo de la medicina, distrés.
Otras veces la amenaza es mucho más que un desafío negativo. “Si se produce una catástrofe, un accidente o un peligro inminente, el cerebro evalúa que no es una situación a la que deba hacer frente, sino de la que hay que huir”, puntualiza Ana León Mejías, profesora adjunta del Departamento de Psicología de la Educación y Psicobiología de UNIR.
Teniendo en cuenta el estado de excitación que vive el cerebro frente a los desafíos, ¿es positivo o negativo enfrentarse a ellos? Los expertos consultados para realizar este reportaje coinciden en las ventajas de tener un cerebro activo y ágil que se adapta a las novedades que se nos presentan en la vida. Es lo que se conoce como neuroplasticidad, una característica que no presentan otros órganos y que hace única a la mente.
“La neuroplasticidad es clave para el aprendizaje y la memoria, y le da al cerebro la capacidad de cambiar”, destaca la neurocientífica Sabina Brennan, quien ha puesto en marcha el proyecto europeo Hello Brain (www.hellobrain.eu), con el que han publicado una página web y una app que ofrecen consejos para mantener el cerebro sano. Según Brennan, que investiga en el Trinity College de Dublín (Irlanda), desafiarlo es bueno para la salud de la mente, porque la satisfacción experimentada al dominar un desafío te hace liberar dopamina y te sientes bien: más positivo y menos deprimido.
Cambiar de trabajo o enfrentarse a algo nuevo “también es bueno para desarrollar la apertura a nuevas experiencias que forma parte del modelo big five”, añade León Mejías. El modelo big five–o de los cinco grandes– sirve para describir la personalidad y se resume en la palabra inglesa ocean. La o corresponde al factor openness (apertura a nuevas experiencias), la c a conscientiousness (responsabilidad), la e a extraversion(extraversión), la a a agreeableness (amabilidad) y la n a neuroticism (inestabilidad emocional).
A pesar de lo positivo de abrirse a nuevas experiencias, los desafíos implican riesgos, y no valorarlos o minimizarlos puede ser negativo para la salud. Saltar en paracaídas para unos será una temeridad, puesto que si falla cualquier dispositivo está en juego la propia vida; para otros, conseguir la hazaña compensa cualquier peligro. Precisamente esta delgada línea entre la valentía y la imprudencia fue lo que estudió un equipo de investigadores de Estados Unidos.
Con imágenes cerebrales, cuestionarios y análisis, que publicaron en la revista NeuroImage, los científicos querían averiguar si existían diferencias cerebrales y fisiológicas en un grupo de voluntarios que saltó en paracaídas por primera vez.
Las pruebas anteriores y posteriores al salto revelaron que aquellos participantes con un menor equilibrio del sistema límbico y prefrontal registraban menos niveles de cortisol, menos ansiedad, experimentaban una menor sensación de riesgo y no presentaron respuestas de miedo. De esta forma, los investigadores diferenciaron entre dos perfiles diferentes de paracaidistas: los valientes, que sintieron miedo pero lo superaron y saltaron; y los imprudentes, que ni siquiera reconocieron el peligro.
Las adicciones también tienen que ver con este desequilibrio a la hora de sopesar el riesgo. “La incapacidad de valorar contextos de manera adecuada puede conducir a una conducta extremadamente propensa al riesgo y llegar a exponer al organismo a un peligro excesivo, como el abuso de drogas y el juego compulsivo”, aduce Costa.
En el caso de personas adictas a determinadas sustancias, preferirán una alternativa de alto riesgo para su propia salud si conlleva una ganancia que ellas consideran alta, como es el consumo de la droga. “El sobreuso exagerado de conductas arriesgadas o desafíos puede llegar a sobreestimular los circuitos de recompensa hasta corromperlos”, advierte la experta.
Como hemos visto, los avances en técnicas de neuroimagen han permitido conocer con precisión qué áreas cerebrales se activan frente a los retos. Pero los investigadores también utilizan otro tipo de estudios para averiguar cómo influyen las situaciones desafiantes en el pensamiento y en el comportamiento.
Es el caso de un estudio codirigido por Thomas Maran, profesor en las universidades austriacas de Liechtenstein e Innsbruck. Los participantes tenían que observar tres fragmentos de películas: una asociada a estímulos positivos –una escena de sexo–, una negativa –una escena violenta– y otra neutral.
Después de verlas, lo voluntarios tenían que responder dónde estaban determinados objetos. “Nuestra investigación muestra claramente que los estados de alta excitación perjudican la capacidad de adquirir señales espaciales y temporales implícitas, es decir, dónde y cuándo ocurren las cosas”, mantiene Maran, cuyo artículo publicó la revista Frontiers in Behavioral Neuroscience.
Según el investigador, en situaciones desafiantes centrarse en los aspectos esenciales y prestar menos atención a las señales que los rodean podría ser una forma de adaptación. Si pensamos que nuestros ancestros tenían que enfrentarse a depredadores para sobrevivir, tiene sentido que el cerebro se focalice en el enemigo y deje de lado los elementos secundarios del entorno. Una adaptación que demuestra cómo los desafíos nos han hecho evolucionar como especie.
“A lo largo de los dos o tres millones de años durante los que se produjo la construcción del cerebro humano, viajar, lo mismo que correr o luchar, ha sido consustancial a nuestra naturaleza”, explica el catedrático de Fisiología Humana Francisco Mora en su libro ¿Se puede retrasar el envejecimiento del cerebro? 12 claves (2010, Alianza Editorial).
Otra cuestión que investigan los científicos es cómo trabaja el encéfalo durante la vejez, y han descubierto que, frente a lo que se pensaba hasta hace unos años, la mente nunca deja de aprender ni de cambiar. De hecho, seguimos produciendo neuronas nuevas, aunque a un ritmo mucho menor que durante la infancia. Este proceso se conoce como neurogénesis.
El cerebro envejecido sigue siendo plástico y flexible. “Nunca somos demasiado viejos para enfrentarnos a nuevos desafíos”, subraya Brennan. Por ejemplo, aprender un idioma es un reto estimulante para cualquier persona, no se trata de una experiencia reservada solo para los niños y los jóvenes. Es un mito.
Aquí entra en juego la reserva cognitiva, una especie de almacén donde vamos guardando la actividad física y mental realizada en etapas anteriores a la vejez. Esta reserva puede utilizarse en las etapas posteriores, cuando las demandas intelectuales sean superiores a las capacidades cerebrales que se tengan. “Las personas que no se atreven a nada, que eluden riesgos o que no ejercitan la mente tienen menos reserva cognitiva y un beneficio cerebral mucho menor”, compara Portellano Pérez.
Como explican desde la Fundación Pasqual Maragall, cuanto mayor sea esta especie de capital mental, más ayudará a compensar los efectos tanto del envejecimiento como del alzhéimer en nuestras capacidades cognitivas. Aunque hay que recordar que esta reserva no actúa como antídoto para prevenir enfermedades cerebrales ni evita el envejecimiento neuronal, sí es un factor que contribuye a retrasar el posible deterioro, favoreciendo una red neuronal más resistente.
¿Y cómo se puede potenciar una mayor reserva cognitiva? Como hemos visto, afrontar riesgos y ejercitar la mente van en la buena dirección, algo que la Fundación Pasqual Maragall sintetiza en estas cinco actividades: leer, jugar, aprender, ponerse a prueba y cambiar las rutinas.
Por último, no hay que olvidar que, sea a la edad que sea, para seguir afrontando nuevos retos el cerebro cuenta con dos aliadas: la curiosidad y la emoción. La primera es el motor que nos empuja a emprender retos que ni se nos habían pasado por la cabeza, mientras que la emoción que sentimos al lograrlo nos anima a seguir adelante. Sin esta pareja, los humanos no estaríamos hoy aquí, puesto que nuestros antepasados no se habrían atrevido al desafío más difícil de su vida: salir de África y colonizar la Tierra.